Habíamos aprovechado el último congreso de la Latin American Studies Association al que fui en 2019 para visitar Toronto y las cataratas del Niágara. Se trata de un congreso que se organiza para que coincida más o menos con el Día de los Caídos, feriado estadounidense.
Como este año el Congreso se adelantó un poco (comenzó el 25 de mayo) y yo tengo obligaciones a las que no puedo renunciar ni virtualmente, en marzo canjeamos millas para el 19 de mayo y reservamos tres noches de hotel, porque me parecía poco patriótico que mi marido no conociera nuestras cataratas, más majestuosas aún que las norteamericanas.
Ya prácticamente sobre la fecha del viaje, comenzaron los rumores de encerrona. Viajamos bien (con el horario del vuelo cambiado como cuatro veces), nos hisoparon en Iguazú, el resultado fue negativo, disfrutamos de la Garganta del Diablo, del Circuito Superior y de la extraordinaria vista desde nuestra habitación (yo había llevado a mis hijos, hace 20 años al Hotel Internacional: no correspondía que mi esposo aceptara un destino inferior).
El vuelo de vuelta era el sábado al mediodía, con el nuevo DNU ya vigente. Durante el desayuno, un señor muy apesadumbrado vino a comunicar a los huéspedes que los Parques Nacionales habían cerrado desde las cero horas, así que quienes habían llegado en los vuelos del viernes no iban a poder ver las Cataratas.
Cuando al volver le comenté a mi mamá la penosa circunstancia me contestó, con un kirchnerismo de amianto: “Bien hecho, para qué se fueron”.