A horas de instalarse el nuevo gobierno, ya se barruntan diversas polémicas necias, estériles: el habitual recurso de los argentinos para perder el tiempo. Para no parecer distinto, conviene sumergirse en ellas, enumerarlas. Al menos para ampliar el archivo de tonterías.
Primero, como saldo de la transición, hay que incluir el debate de populistas (término que tal vez se devalúe en los próximos meses) versus “los otros”, aún innominados o cargados de motes imprecisos (neoliberales, privatistas), asistido con citas doctrinarias, filosóficas, históricas. Demasiado gasto, oral y físico para un solo hombre, aunque será difícil escapar de esa reyerta ya que en algún sitio debe recalar la decepción por la despedida y el efímero festejo por el triunfo. O sea, la persistencia ciudadana por evadir las cosas como le reclamaba al país Ortega y Gasset, apellido cuya sola mención también puede originar conflicto. Un dédalo interminable.
Pero hay otras pasiones menores para dividir, al menos tres en la superficie, que ya garantizan el clima controversial con la nueva administración y la voluntad colectiva para enredarse en el limbo: 1) políticos contra empresarios; 2) jóvenes contra viejos; 3) desarrollistas contra estatistas. Una empieza, claro, con la designación de los ministros y la jefatura de Macri, descripta y asumida como un cuerpo cargado de CEOs implacables alejados del pueblo. Hasta la propia Cristina advirtió: “Se equivocan si creen que se puede manejar el país como si fuera una empresa”. Como si el Estado fuera, en cambio, una ONG, una cooperativa o un ente que, en lugar de ejecutivos, debe integrar una muchedumbre de militantes. Objetar esta concepción de Ella no implica, sin embargo, olvidar otros costados riesgosos.
Ya en tiempos de Alfonsín, replicando un artículo periodístico titulado “Formó un gabinete de amigos”, el entonces mandatario hizo decir: “¿Y qué quieren, un gabinete de enemigos?”. En rigor, la observación del cronista apuntaba a señalar que, al margen de la confianza, quizá resultara complejo conducir un Estado sólo con el núcleo de amigos que solía acompañar en los almuerzos al dirigente radical. Ese criterio vincular se deshizo cuando le explotó la economía y debió apelar a un cuerpo técnico encabezado por Sourrouille: los amigos no alcanzaban.
Macri optó hoy por una mezcla de amigos y gerentes para su administración, mientras que el ascenso módico de ciertos políticos obedece en exclusividad a estratégicas alianzas parlamentarias. Se supone que el nuevo presidente tiene clara una reserva en su reino de gestionadores: muchos carecen de flexibilidad política, son elefantes por su cintura, ya que la actividad privada les ha exigido una optimización de los números de las compañías –hoy raídos escandalosamente en el Estado que reciben– más que una contemplación de las consecuencias. Incluso han alcanzado reputación por ese ejercicio. Ese rasgo tal vez exacerbe la discusión en ciernes (ya empezó en la campaña cuando los K aludían al ajuste o a la devaluación inevitables), se fortalezca la denuncia populista por la presencia en el gobierno de elementos del sector privado, de gerentes empresarios, extranjerizante por ex CEOs de multinacionales (como si en esos núcleos contrataran personal poco idóneo) en vez de privilegiar figuras políticas que en la última década despilfarraron recursos bajo la excusa de la inclusión. Una oda al clientelismo pago que ni siquiera les sirvió para ganar los comicios.
Otro debate distintivo provendrá de la reciente definición de Macri sobre su carácter desarrollista, reivindicando la modernización y apertura de la dupla Frondizi-Frigerio a finales de los 50, en oposición al manejo intervencionista de la década anterior (de la cual se supone émulo Kicillof, quien no les dio lustre a Keynes ni a Kalecki). Esa apelación supone una etiqueta deseada que lo libera de otras más ominosas para él, como el liberalismo.
Tal vez no sea sólo conveniencia política, sino parte de su espíritu social cristiano, como el de su futuro ministro de Economía (Prat Gay), ya que ambos reconocen esa formación. Debe pensar que se evita impugnaciones groseras por inclinarse a una vuelta gradual a los mercados, que igual alimentarán la confrontación (a observar en el área cultural con la sucesión de Marcos Aguinis en lugar de Carta Abierta en la Biblioteca Nacional), habrá que saber sin embargo si él y su equipo disponen de la entereza de Frondizi, quien modificó ideas propias (petróleo), desafió a los gremios, impuso restricciones y ajustes, hasta viró luego para incorporar en su gobierno a Alvaro Alsogaray y su invierno. Como hizo Perón a partir del 52, cuando se hizo conservador a partir del acuerdo con la Standard Oil y se abrazó con Eisenhower en la cancha de River. Gustos aparte, hombres de Estado.
A estas controversias se agregará otra de cabotaje, más insignificante, y que reúne a macristas y kirchneristas en un mismo lote: la guerra del cerdo, por utilizar a Bioy Casares, que en la ficción planteó la lucha de generaciones jóvenes contra las de los viejos. Un canibalismo que ahora expresan los cuarentones de uno u otro lado cercanos al poder, convencidos de que las penurias argentinas pasan por la edad superior, olvidando quizás a sus propios jefes sesentones. Y olvidando, también, a los de 20 y 30 que más tarde habrán de ejecutarlos, como si el talento se concentrara en esa edad que por ahora disfrutan. Ya Frondizi, por reiterar su figura, también hizo un ejercicio con una pléyade juvenil que más tarde debió alterar por razones de eficiencia, incluyendo a Cárcano, a Mugica. Pleito mínimo, menos político, pero que alienta a la mayor parte del electorado en esa franja. Otra conveniencia.
Sin detenerse en que políticos o gestionadores, jóvenes o viejos, desarrollistas o populistas, sólo dignificarán el cargo si cazan ratones. Como hablaba un líder comunista que no fue Mao de la utilidad del gato, sin importarle si era rojo o negro.