Comprendo que voy a desatar una retahíla de protestas. Dígame, ¿no le encanta la palabra “retahíla”? Esa hache le da cierta suave aristocracia. De protestas, decía. Pero las cosas son así. Yo amo los gatos. Lo cual no quiere decir que abomine de los perros, de ninguna manera. Son tipos simpáticos, cariñosos y bochincheros, pero yo amo los gatos. Ahí veo venir las protestas, las negaciones, los gestos de ufa qué tarada. Pues no. Un gato es un tipo interesante, muy interesante. Para empezar, no es un perro. No se ría: quiero decir que no se lo puede tratar como a un pichicho. No se le puede dar palmaditas en la cabeza sin antes haber pasado por una ceremonia de presentación: mostrarle la mano, palma hacia arriba, dejarlo que se acerque, la mire, la huela y recién después acariciarlo. Si usted lo trata como a un perro se va a ligar un arañazo súbito. No furioso, pero sí de advertencia. Y después la gente a la que no le gustan los gatos dice: “Son traicioneros”. Macanas. Un gato necesita ceremonias, para eso es un rey, y si esas ceremonias se respetan, una y el gato se entienden maravillosamente. Para seguir, un gato proporciona serenidad al ambiente. ¿Usted quiere escribir, pintar, pensar, estudiar? Deje que su gato se suba a la mesa en la que usted tiene sus papelotes y librotes, déjelo sentarse, la cola rodeándole las patas, y espere. Al ratito nomás todo se calma, los ruidos no son tan agresivos, sus músculos (los de usted) se aflojan y acuden las ideas en tropel. ¿Necesita algo más?