En el barrio donde crecí aún hoy hay una galería. Tiene dos salidas, se entra por una avenida y se sale por la otra. Cuando era chico uno de los paseos era ir a recorrerla. Tenía una pequeña piletita donde circulaba agua y un fondo con piedras, todo decorativo. Y en las paredes iconografías egipcias, no sé por qué. También había un local que tenía un caballo de madera eléctrico en el que por unas monedas los chicos podíamos subir a cabalgar. Hasta hace poco estaba. La galería resiste, los cuatro cines que estaban entre la avenida Independencia y la calle Constitución desaparecieron: Coto, Electrodomésticos, Pare de Sufrir, esas cosas los suplantaron. Pero lo que quería contar es que en la galería había una librería muy chica donde yo iba a comprar y cambiar libros. El vendedor era un tipo ligeramente encorvado, con bigotes, un porteño con pinta de fumador. De pocas palabras, al menos con el adolescente que yo era. Compré ahí Crónicas marcianas, el Cuarteto de Alejandría, El astillero de Onetti. Una tarde fui a la librería y la encontré cerrada, pero lo que me llamó la atención fue el cartel que tenía en la puerta: no decía cerrado por duelo o cerrado por balance o cerrado de tres a ocho, decía, simplemente: Cerrado por melancolía. Y estuvo así dos o tres semanas. Me pareció genial el cartel y empecé a respetar al librero. Tiempo después cayó en mis manos un libro que había escrito el librero y que tenía ese título: Cerrado por melancolía, de Isidoro Blainsten. Leí el relato y lo que recuerdo ahora es que me fascinó. No era un cuento conclusivo a lo Cortázar, era un cuento de atmósfera. Después vi una película que se llamaba Espérame mucho y que estaba basada en un relato de Blaisten que también me gustó. Y di con el que tal vez sea su mejor libro: Dublin al sur. Como el guionista no para nunca, pasó el tiempo y el papá de una novia era amigo de Blaisten. Me contó que Isidoro daba un taller. Yo estaba terminando el secundario y quería escribir desde los once, cuando leí Rayuela. Me anoté en su taller. Fui a dos o tres clases y la pasé mal porque casi todos los que iban ahí eran del Nacional Buenos Aires y escribían mejor que Faulkner. Me acuerdo de un texto muy escatológico en la onda lamborghiniana instalada por Osvaldo en la que un tipo nombraba la concha varias veces. Un hombre de unos sesenta años, que venía y fumaba se paró y dijo: muchachos, yo soy ginecólogo y vengo al taller para olvidarme de mi trabajo, paren con la vajina. Nos reímos. Cuando dejé el taller nunca más volví a ver a Blaisten, pero me acabo de enterar que Emecé va a publicar sus cuentos completos con prólogo de Ana María Shua. Recomiendo enfáticamente ese libro para todos los lectores que tengan sus fac…sus fa-cul-tades intactas.