España e Italia entraron en otra fase. Todo lo que usted quería saber sobre el mundo y no se atrevía a preguntar está por redefinirse de manera crucial. Los protocolos son una mezcla de epidemiología, azar, esperanza y salchichón con jamón. Es lo que tarde o temprano nos espera, así que no dejo de seguir con inquietud la nueva normalidad italo-española. Las playas italianas serán un desfile de plásticos y desesperados. Yo creo que este verano es mejor dejarlo pasar y cruzar los dedos para el próximo.
Una amiga trabaja en una biblioteca en Cataluña. Las salas de lectura están cerradas, pero en principio la gente ya puede pedir libros para llevar a casa. El boletín que explican las normas de asepsia hace pensar que el Kindle no era tan mala idea, después de todo. Cada libro devuelto debe ser puesto catorce días en cuarentena, no vaya a ser que el usuario haya chupado sus páginas con lascivia o aburrimiento o haya estornudado sobre ellas o lo haya frotado contra su(s) pecho(s). Los bibliotecarios manejan desde ahora un material potencialmente contagioso: son los libros.
Es una definición de libro que no deja de desagradarme. El libro de la biblioteca es libro por excelencia, el non plus ultra de los libros: un solo objeto para ser compartido por la polis; una suerte de virgencita de yeso de casa en casa, llevando y trayendo lo que haya para llevar y traer. Y contagiando.
Ya ven: no solo el teatro era potencialmente contagioso. Libros y billetes están en el top ten de armas químicas actuales. Me pregunto si los billetes resistirán catorce días de cuarentena.