Este año se cumplen 130 años de la sanción de una ley que cambió el destino del país.
Muchas veces caemos en la simpleza de creer que una batalla o una revolución modifican el devenir de una nación, y puede ser que sea así en algunos casos, aunque sea más digno pensar que el esfuerzo pacífico y mancomunado de un pueblo es el hacedor de su destino y no las balas ni las lanzas. Este año, más precisamente el 8 de julio, se cumplieron los 130 años de la llamada Ley de Educación Común, Nº 1420 de 1884, que consagraba la enseñanza laica, gratuita y obligatoria en el país. Es verdad que el presidente Roca tomó la idea de Domingo Faustino Sarmiento, impulsor de esta práctica igualadora y desde entonces infinidad de discursos, monumentos y hasta un himno consagran al sanjuanino como el “maestro inmortal”. Pero la historia oficial, tan simplificadora como injusta, consagra a un ideólogo y olvida a los hacedores de la proeza.
Sólo parecen resonar las palabras crispadas de Sarmiento, propagadoras de recelos y admiraciones, olvidando al hombre que no sólo llevó el sueño a su concreción sino que hiló la enmarañada trama política que terminó con la promulgación de la ley.
Me refiero al entonces ministro de Justicia y Educación, el doctor Eduardo Wilde, médico de enorme experiencia, escritor de fuste y político sutil, que esgrimía la palabra con la misma habilidad con la que usaba el florete (arte en el que también sobresalía). Fue él el responsable de defender en el Congreso las ideas del sanjuanino, cuya intransigencia creaba más rechazos que adhesiones, no así las irónicas alocuciones del doctor Wilde, que a todos hacía reír con los punzantes comentarios de Bambocha, como editorialista del Mosquito, o llorar con la muerte del vulnerable Tini, retratando a una generación con sus cuentos, novelas, ensayos, y ¿por qué no? con sus artículos científicos que reflejaban el espíritu positivista del médico que jamás dejó de lado la abnegación, como lo demostró en 1871, durante la terrible epidemia de fiebre amarilla, los días más negros que le tocaron vivir a nuestra Ciudad de Buenos Aires.
La pasión laicista de Wilde por secularizar un Estado entorpecido por la omnipresencia de la Iglesia fue, probablemente, la causa de este injusto olvido. Los cien años sin Wilde se han cumplido hace dos años, sin que se haya honrado su memoria con homenajes como los que recibieron otros supuestos próceres.
“No hay duda de que factores oscuros han enturbiado la gloria de Wilde”, escribió el doctor Escardó hace ya varios años, “pero él tiene, sin embargo, concretos elementos sobre qué edificarse en lo literario, lo político y lo científico”.
Es menester sacar a Wilde del olvido sin menoscabar la tenacidad del sanjuanino, que de poco habría servido sin la astucia del zorro y la sutileza del galeno, vibrante artífice de un hito fundacional de la argentinidad, porque Argentina no hubiese sido lo que fue sin esta ley.
*Médico e historiador.