Preciosa ciudad. Bueno, no, preciosa no. O sí pero preciosa por ciertos lugares, no toda ella; no, estimado señor, no toda ella. Imponente sí como París o Londres. Como Nueva York no porque Nueva York es como los nuevos ricos, ¿no? atractiva pero, esteeee… en fin, un poco grosera, todavía no lo suficientemente refinada ya que eso viene con el tiempo y, en el rubro ciudades, con el correr o el arrastrarse de los siglos y la historia contenida en los siglos.
Imponente, maravillosa, atractiva y déjeme de adjetivos porque hay muchos y cada uno se pelea con los otros y no terminamos más. Y por suerte no conozco las ciudades asiáticas que deben merecer más de uno dos o ciento y tantos adjetivos más.
Y ahora de la que hablo es de la suya, de la suya y de todos y todas ya que viene a ser nuestra Ciudad Capital, así con mayúsculas como le corresponde.
Abrumadora también porque todo es en demasía, y una vez que una conoce y visita y se asombra ante los rincones adecuados, le queda una serie de aventuras que ni toda la vida que a cada cual le corresponde le va a alcanzar para conocerla.
Para eso habría que ir a vivir allá y yo no, gracias, no quiero. Me basta con haber nacido ahí, acontecimiento del que no me acuerdo pero que mi santa madre me relató más de una vez. Buenos Aires, sí, a ella me refiero.
Acabo de volver a Rosario después de unos días en La Gran Capital del Sur, como la llamaban mi padre y mis tíos. Abrumadora, sensual, comprometedora, conquistadora y una serie de adjetivos más que tienden a pintarla como a una vampiresa repintada, ya no joven pero todavía, y por muchos siglos más, capaz de rendir a sus pies al enamorado más caprichoso, más indiferente, más gélido de sentimientos. Qué cacho de ciudad, oh Señor de los Cielos.
Usted me perdonará la vanidad pero debo decirle que conozco muchas ciudades, muchas capitales, y que sólo puedo dejar de lado a las más asiáticas, africanas y lejanas. Pero Buenos Aires, en la que no sé, lo dudo, de que se respiren buenos aires sino todo lo contrario, Buenos Aires es una maravilla total... y a mí me gusta fanfarronear y decir que nací ahí. Amo a Rosario, la comprendo y ella me comprende.
No sé si amo a Buenos Aires, me parece que no, pero de vez en cuando me apasiona eso de ir un par de días, o tres o cuatro, más no, a Buenos Aires, y adivinar ambientes, rincones, secretos, olores, caracteres, sorpresas. No, no se preocupe, no le voy a detallar mis excursiones ni mis gustos. Y si usted vive allá, me comprende. Y si no vive, la recordará. Y si no la conoce, le aconsejo que vaya. No mucho, ¿eh?, mire que puede llegar a ser molesta, invasora y hasta tóxica. Pero vaya. De a poquito, y de a poquito convénzala para que le susurre al oído alguno de sus secretos. Si yo puedo ayudarlo, avíseme y le cuento algunas cosas. No todas porque no la he frecuentado tanto, pero algunas que valen la pena.
Bueno, todas las ciudades, hasta la más remota y humilde, tienen sus secretos y sus encantos. Pero esta, la nuestra, se lleva las palmas. Alguna habrá, en China o en Islandia o en algún país del que hasta el nombre me es ajeno, pero de las que yo conozco (y hubo una época en la que viajé tupido por el mundo), Rosario, claro, y entonces Buenos Aires y Welwyn y, en fin, dejemos la lista y pensemos en eso, en irnos de casa y atravesar mares y montañas y entrar en una ciudad y olerla y mirarla y hablarle hasta que la conquistemos, por poco tiempo la mayor parte de las veces pero bien desde el corazón y los ojos porque por algo somos hijas de las ciudades, hayamos nacido en ellas o no.
Alguna habrá, decía, y eso es muy alentador porque nos habla de hermanas lejanas, a la que alguna vez, esperamos, conoceremos y llegaremos, quizás, a amar.
Aleluya y buena suerte.
No piense que hay que tener una fortuna para ir a verlas.
El mundo es imprevisible, la vida es múltiple y, como dice mi amigo poeta, la gente es muy rara. De modo que propóngaselo, dese un viajecito por ahí y después me cuenta.
Voy a estar aquí esperándolo. Mis saludos a las ciudades mágicas. A todas.