La evolución que muestra el sistema democrático argentino es preocupante. Prueba de ello es que el actual proceso electoral está plagado de elementos que alimentan fundadas sospechas sobre manipulación de los votos y hasta de fraude. Asociadas a estas sospechas, se escuchan denuncias acerca de prácticas de “clientelismo político”, las cuales no son consideradas con la importancia que merecen.
Con este término usualmente se hace referencia a un tipo de relación en la que personas –con marcadas diferencias de estatus político, económico y social– se “asocian” mediante intercambios de bienes y servicios políticamente valiosos. A cambio de beneficios selectivos (empleo público, acceso a programas asistenciales, dinero en efectivo, etc.), se entrega apoyo político (votos, participación en actos partidarios, etc.). El clientelismo político implica la reproducción de sistemas de relaciones basados en pétreas jerarquías sociales. Allí donde las relaciones clientelares se han consolidado como “estrategia para la resolución de problemas”, se perpetúan las diferencias sociales, legitimando la idea de que el acceso a servicios del Estado es un “favor” que debe ser pagado individualmente. De este modo, el acceso al bienestar es una relación quid pro cuo entre privados, y no un derecho público universalmente garantizado a la ciudadanía.
En general las redes clientelares se sostienen con recursos públicos a los que tienen acceso discrecional los patrones. Puede afirmarse que su persistencia depende del deliberado diseño de mecanismos para la apropiación discrecional de recursos en los presupuestos públicos, en la contratación de empleo público y en el acceso a beneficios asistenciales condicionados al cumplimiento de requisitos arbitrarios.
La persistencia del clientelismo político genera varios problemas a la democracia. En primer lugar, utiliza las necesidades imperiosas de la población como mecanismo extorsivo (explícito o implícito), inhibiendo así la libertad de elección; ejemplo de esto es “si no ganamos, perdés el plan”. Segundo, impide el desarrollo de otro tipo de organizaciones políticas contestatarias a los poderes territoriales, por lo que favorece la perduración de poderes hegemónicos vinculados a prácticas de patronazgo territorial, perjudicando así el derecho a la libre asociación política. Tercero, genera una estructura de incentivos discriminadora y clasista para el diseño de las políticas públicas en tanto no es la ciudadanía la que reclama derechos al Estado, sino que son los patrones e intermediarios los que negocian el uso de recursos públicos.
Las relaciones clientelares trascienden los actos electorales, por lo que para desactivarlas no sirven medidas legales ni retórica moralista que no resuelve el problema central: la falta de recursos económicos y sociales de los clientes. Lo que se necesita es dotar a la ciudadanía de mayores recursos de poder que garanticen las condiciones materiales para el ejercicio de las libertades políticas. Políticas universales e incondicionales para el acceso a ingresos y servicios sociales, y promoción de la participación ciudadana en el control del poder político, son las formas de promover una democracia que resista las prácticas clientelares de cooptación por parte de corporaciones y poderes hegemónicos.
*Becario doctoral (Conicet/Ciepp). **Director académico Centro Interdisciplinario para el Estudio de Políticas Públicas (Ciepp).