La tentación secreta del columnista veterano como yo (¿cuántas columnas escribí ya en PERFIL? ¿Cien? ¿Quinientas? ¿Mil?) es republicar una columna vieja y ver qué pasa. ¿Alguien se daría cuenta? En mi caso, debo confesar, la tentación fue abolida por un accidente cotidiano de esos que uno siempre escucha hablar a los demás, pero que supone que nunca le ocurrirá: hace unos meses se rompió el disco duro de mi PC y perdí absolutamente todo lo que no tenía backup. Como hasta hace unos dos años mandaba las columnas al diario desde un Outlook –que funcionaba en los hechos como mi archivo– y ese Outlook se grababa en el disco duro, perdí los archivos de todas mis columnas, salvo las de los últimos dos años, el tiempo que uso Gmail, donde sí están a salvo (creo). Pues, no podré copiar y pegar, sino tan sólo repetirme, operación infinitamente más compleja, dedicada de antemano al fracaso.
En esa vieja columna reparaba en la campaña presidencial de 1989 –la primera en que un gobierno democrático pasaba el mando a otro gobierno igualmente democrático– en la que había una publicidad que probablemente hoy pocos recuerden, pero que está llena de enseñanzas. El candidato radical Eduardo Angeloz decía: “Cuando los actos terminen y los ruidos se acallen, cuando se acaben todas las promesas electorales, un hombre tendrá que hacer el duro trabajo de gobernar…”. Perdido en el olvido es, sin embargo, un texto clave para entender la relación entre palabra pública y política, tal como sigue funcionando hoy en día. Angeloz fue el primero en decir que de un lado están las palabras, las campañas, las promesas, los discursos; es decir, “los ruidos”; y del otro –cuando los ruidos “se acallen”–, el duro trabajo de gobernar; es decir, las reuniones, los acuerdos, los pactos secretos, las prebendas y los negocios. Lo que dice la política, desde Angeloz, es que entre uno y otro momento no sólo no hay relación, sino que el segundo momento (el trabajo de gobernar) puede ser exitoso únicamente a condición de oponerse y negar al primero (el discurso, la promesa). Luego vino Menem y confirmó el spot del candidato radical.
Por estas horas un cierto asombro parece recorrer la escena política debido al “cambio discursivo” –así fue nombrado por casi todos los medios– de Macri. Por supuesto que su acercamiento al progresismo o incluso al kirchnerismo, ha generado más de un comentario malintencionado. Ayer mismo cené con un grupo de amigos, entre los cuales había uno –cuyas iniciales son M.P.– que accede varias veces por día al despacho íntimo de Macri, que contó que Mauricio había pegado en la pared un poster del Che Guevara y que había mandado a comprar por Amazon dos discos de Quilapayún. Eso dio lugar, en la cena, a los mencionados comentarios malintencionados, a cargo de dos amigos que no creen un ápice del “cambio discursivo”. Por mi parte, el asunto me resulta absolutamente irrelevante. Roto el lazo, desde Angeloz en adelante, entre discurso electoral y decisiones políticas posteriores, me da lo mismo lo que pueda decir Macri u otros. Solo será cuestión ahora –para Macri o quien sea– de volver a corromper periodistas y multimedios (o dejarse corromper por ellos: en esto también todo es intercambiable) para que le tiren centros favorables a su “cambio discursivo”. Hasta que pierda: ahí sí se la tendrán jurada.