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Comer afuera

El poder adquisitivo de la clase media arruinada es, desde luego, una gran barrera. Pero faltan también facilitadores para el esnobismo.

26-10-2020-Logo Perfil
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Esta es una nota frívola, que empieza cuando los cinco hombres de mediana edad (aunque la mía es más que mediana) que integramos un grupo de whatsapp dedicado a despotricar contra el fascismo sanitario decidimos reunirnos una tarde para despedir el año. Por alguna razón, se decidió que debíamos hacerlo en una cervecería, pero nadie conocía ninguna. Así terminamos eligiendo una a la que concurren adolescentes y hay que pedir en la barra, una costumbre importada de los pubs ingleses, que se puso de moda porque de ese modo se aumenta la rotación de los clientes y disminuye el gasto en personal. Nada que convenga a los consumidores, aunque en el mundo de los teléfonos celulares, hay cada vez más gente que detesta la comunicación personal con los mozos. En ese mundo, la digna y respetable profesión de mozo fue sustituida por la del despachador de alimentos, cuyas líneas de diálogo han sido estrictamente codificadas por la patronal, siguiendo la modalidad impuesta por las franquicias de hamburguesas. 

Claro que ahora hay hamburguesas de lujo y, hasta la cerveza, ese líquido que en la Argentina supo ser poco más que una excusa para beber gastando poco dinero y emborracharse a largo plazo, conoce una etapa de florecimiento. O, al menos, así me dicen, porque a pesar de que escucho hablar de la calidad y variedad de la llamada cerveza artesanal, todavía no encontré en su consumo un placer comparable al del vino. Cambiando ligeramente de tema (todo se une al final, paciencia) ayer leí una nota cuyo tema era cuánto cuesta comer en los mejores restaurantes de América Latina, o algo así. El cubierto más barato era el de una afamada parrilla porteña cuyas exquisiteces podían degustarse por veinticinco dólares, una cifra muy por debajo de lo que cuesta la alta gastronomía en el mundo. Y eso me lleva a contar que ayer, por quince dólares, comí bastante mal en un bar-restaurante de moda. El lugar se llenó y era martes, lo que me permite pasar a las conclusiones luego de un período en el que, después de dos años de abstinencia por culpa de las cuarentenas, me tocó salir varias veces a comer en pocos días. 

Lo primero que se me ocurre es que hay en Buenos Aires un circuito gastronómico que, después de que las políticas de represión del covid dejaran un tendal de locales cerrados temporaria o permanentemente, empieza a reflotar. Sobre todo desde que el gobierno perdió las elecciones y decidió que los restaurantes llenos habían dejado, justo en ese momento, de ser un foco de contagio para el virus. Ese circuito sofisticado está muy lejos de ser accesible para la mayoría, pero hay un público que lo frecuenta asiduamente (las malas lenguas dicen que en su composición abundan los jóvenes funcionarios oficiales, miembros de la burguesía naciente) y ese público aumentará de un modo importante (igual que los precios) en cuanto vuelvan los turistas (es decir, cuando el gobierno decida que el covid no viene de los peligrosos extranjeros). 

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Pero eso no resolverá el problema de los cinco veteranos. Aunque algunos salen a comer, no tienen idea de dónde pasan las cosas. Es más, aun los que creen que comen bien, están en una lejana periferia de la gastronomía chic. El poder adquisitivo de la clase media arruinada es, desde luego, una gran barrera. Pero faltan también facilitadores para el esnobismo. Landrú, cuánto se te extraña.