No voy a decir nada demasiado original (si es que hay alguien ahí que piense aún que la originalidad existe): quien quiera dedicarse a filmar documentales no debería hacerlo sin antes ver, una y otra vez, los de Werner Herzog. Sobre todo tres de los que realizó a lo largo de esta década: The White Diamond (2004), Grizzly Man (2005) y Encounters at the end of the world (2007). Es más: creo que en las carreras de periodismo debería existir algo así como una cátedra Herzog. Porque lo que hace en ellos el director alemán merece formar parte de la tradición del mejor periodismo narrativo. Sólo que a las palabras (las suyas, las de los entrevistados), Herzog las acompaña con imágenes de una belleza extraña, inasible, cuyo origen puede estar o no en este mundo. Los seres humanos y sobre todo la naturaleza se transforman cuando pasan filtrados por la lente de su cámara.
Hay un talento evidente de parte de Herzog para ver siempre lo extraordinario en lo ordinario, pero también existe un gran trabajo de planificación, de producción previa: no debe ser sencillo encontrar semejantes historias, tantos buenos personajes. En The White Diamond, Herzog nos cuenta la vida de un físico inglés, Graham Dorrington, que está construyendo un dirigible personal para sobrevolar los bosques y las cascadas de Guyana. Dorrington tiene un secreto que lo atormenta, y Herzog se distrae retratando a los personajes secundarios, filmando pájaros y cataratas, discutiendo con él mientras espera pacientemente que el inglés se decida a exponer su historia oculta. En Encounters at the end of the world, tal vez el film que contiene las imágenes naturales más asombrosas, Herzog viaja a una base estadounidense en la Antártida. “No voy a hacer una película más de pingüinos”, le advierte a la gente que lo contrató. Y se traslada al borde de un volcán, se sumerge en aguas congeladas, surca lagos de hielo y cuando, sí, se cruza con una colonia de pingüinos, se detiene en una escena conmovedora: la del animal que se separa de su manada y camina desorientado por la nieve hacia una muerte segura. Pero es sin dudas en Grizzly Man donde Herzog da cuenta de todo su talento, a través de la historia de Timothy Treadwell, un ecologista y documentalista fanático de los osos que vive al borde de la locura y la muerte (de hecho, apenas comienza la película nos enteramos de que efectivamente Treadwell murió, dos años antes, por el ataque de un oso).
En cada una de las películas Herzog se permite llevar el arte de narrar historias reales a su límite: discute con los entrevistados, nunca hace concesiones, los escucha pero también les formula preguntas incómodas, reflexiona, opina y editorializa, se desvía del argumento central fascinado por los relatos y las digresiones que surgen de la sorpresa y la improvisación. Siempre está dispuesto a escuchar una buena historia, a filmar lo que a otros les parecería intrascendente, y se permite contradecir, aconsejar, guiar e incluso sentir compasión por sus personajes. Herzog se convierte así en un cronista hipermoderno. Uno que desconfía, que mira de reojo, que se fascina y al mismo tiempo se fastidia con sus historias y personajes, y que mientras ejerce su oficio se permite, al mismo tiempo, dudar de él y de cualquier tipo de verdad absoluta.