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chiaraviglio, finalista

Compensando un lustro de tristezas

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Volver a Beijing siete años después de sus maravillosos Juegos Olímpicos reitera la idea de vivir momentos de un muy curioso comunismo capitalista explícito. Es más, a diferencia de 2008, hoy es bastante común encontrarse con una explicación en inglés en la parte inferior de los carteles para caminos que parecen reservados sólo para la gente de la casa. Eso sí. Al igual que en 2008, hacerse entender en cualquier lengua que no se aproxime al mandarín representa un ejercicio tan vano y frustrante como hablarle de las bondades de Brooklyn a un guardia fronterizo ruso en medio de la Guerra Fría. Es la misma inconducencia, aunque con una sonrisa.

A esta altura aún no sabemos bien cuáles serán las primeras grandes noticias del Mundial de Atletismo que acaba de comenzar en la capital china. Francamente, cuando se vive en las antípodas, tampoco se está demasiado seguro de qué día será en casa cuando las emociones más fuertes empiecen a producirse del otro lado del mundo. En el más concreto sentido del término. En lo que al torneo se refiere, todos aquí están a la espera de los duelos entre Usain Bolt y Justin Gatlin. Que ojalá sean tres: los 100 metros, en los que Gatlin viene siendo sustancialmente superior; los 200, en los que no quisiera ver jamás perder a Bolt (pero Gatlin viene de hacer una de las mejores marcas de la historia), y la posta 4 x 100, en la que da la sensación de que Jamaica ganará siempre y cuando los norteamericanos no se manden una macana. Que siempre se mandan.

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Es difícil explicar lo de Gatlin. Campeón olímpico en 2004 y bicampeón mundial en 2005, fue suspendido por doping por segunda vez en su carrera en 2006. La primera (2001 por uso de anfetaminas) terminó con una apelación que ganó argumentando que se trataba de una medicación que tomaba desde niño por problemas de desorden de atención. La segunda fue categórica: los indicadores de testosterona fueron excesivos aun para un atleta varón. Aceptó una sanción de ocho años para evitar una descalificación de por vida. Dejó pasar un año, pidió una nueva audiencia y un panel arbitral redujo la pena a cuatro temporadas. Volvió a correr en 2010, en la Diamond League de Doha; en 2012 ganó con un tremendo tiempo de 9s87 y logró la medalla de bronce en Londres; en 2013 derrotó a Bolt en Roma y lo escoltó en el Mundial de Moscú, y hace cinco meses hizo su mejor marca personal con 9s74, tres centésimas mejor que el récord mundial que clavó en 2006 y que fue eliminado de los registros por su sanción. ¿Alguien puede explicar cómo es que una persona corre a los 33 años más rápido que a los 24, cuando a los 24 estaba presuntamente “sucio” y a los 33 está presuntamente “limpio”?

Tal vez ésa sea una de las respuestas que dice estar buscando el inglés Sebastian Coe, quien acaba de ganarle al ucraniano Sergei Bubka la elección a presidente de la IAAF. Coe anunció en su primera conferencia de prensa como ganador que en “su” deporte (así lo calificó) habrá tolerancia cero para el doping. Un auténtico Giuliani de las pistas y las colchonetas. No es de Coe la culpa. Aburridos de disfrutar del deporte tal como es –del atletismo o de cualquier otro deporte que se quiera–, abundan los que presentan a estos tiempos como de encrucijadas, de momento crucial, de ahora o nunca. Te hablan del doping como si alguna vez los controles hubieran corrido por delante o a la par de lo prohibido. El del doping es un conflicto tan viejo como el de la carrera dispar entre los sueldos y la inflación. Sabemos perfectamente quién corre delante de quién. Siempre. Sin poner en duda la buena voluntad de quienes aseguran invertir sangre, sudor y lágrimas en pos de limpiar la orina de nuestros ídolos, sugiero buscar otros caminos para adecentar el deporte. Para empezar, mejorar la calidad, idoneidad y honradez de la clase dirigente. Y en cuanto al doping, separar la paja del trigo. Tal vez diferenciando entre drogas sociales y de mejoras de rendimiento se daría un paso interesante. Más interesante aún sería separar entre las sustancias que ponen el riesgo la salud y aquellas que sólo son para elevar la performance.
Históricamente, muchas cosas prohibidas ayer están permitidas hoy. En su totalidad o en el dopaje. Lo demás es causa perdida. Y hasta discutible. Ya saben: Ben Johnson fue descalificado en una final olímpica ganada por otro señor dopado al que no descubrieron a tiempo.

A propósito de mejorar el deporte potenciando a sus dirigentes, es muy interesante lo que pasó con la IAAF. Un bicampeón olímpico de medio fondo derrotó al mejor garrochista de todos los tiempos. De pronto, en una de las federaciones deportivas emblemáticas, dos ex atletas disputan el espacio tristemente reservado para burócratas que no se ponen los cortos ni para ir a la playa. Sería un escenario más que promisorio si el asunto tuviera onda expansiva.

Ni que hablar en la Argentina. En medio del gran torneo del Nido de Pájaro (esplendoroso pese a los anuncios y las fotos que en los últimos años hablaban de un Parque Olímpico pequinés abandonado) hay otro torneo. El nuestro. El entrañable. El argento. El que comenzó con Germán Chiaraviglio, aquel fenómeno santafesino de la garrocha que deslumbró como el mejor en menores y en juveniles, que desembarcó entre los grandes justamente aquí mismo en 2008 sin siquiera un salto positivo, que tuvo múltiples complicaciones físicas y que produjo una de las recuperaciones más notables que recuerde nuestro atletismo logrando durante 2015 las marcas que lo reinstalaron en el universo de su especialidad. Un podio en Diamond League, medalla plateada en Toronto y mejor marca de su vida (5m75) y el premio mayor de un Mundial en China y una revancha olímpica en Río.

Como para que 2015 quede marcado a fuego en su línea de vida no sólo por haber cumplido 28 años, Germán tuvo la mejor noche de su carrera en el mismo estadio que lo vio retirarse con la mayor de las tristezas: aquella jornada comenzó un recorrido que parecía convertirse en un camino de ida hacia otro caso de la gran promesa que se queda en el camino. Fueron siete años de incertidumbre. Digo mal. Fueron siete años en los que, si algo parecía certero, era que su carrera quedaba restringida a saltar lo justo y necesario para perpetuarse en un mercado doméstico escuálido. A Germán, el chico al que el ruso Vitaly Petrov –el maestro de Bubka– le auguraba un techo de, por lo menos, seis metros, el sueño se le había convertido en pesadilla. Permanente e irreversible.

Comenzó la eliminatoria saltando 5m25. Pasó la varilla también en el primer intento en 5m40, 5m55 y 5m65; lo que nunca en su carrera. La final parecía un hecho. De pronto, los rivales empezaron a superar los 5m70 como si se tratara de saltar un charco desde el cordón de la vereda. La clasificación se estableció para los doce mejores registros o todos aquellos que superasen la marca de corte de 5m70. En una prueba normal, no son más de seis o siete los que consiguen ese registro de máxima. Anoche ya habían llegado a trece cuando Chiaraviglio metió el primer nulo. Fue un salto que estuvo muy cerca de ser válido. Sin embargo, pese a que se trata de pruebas mensurables, las cuestiones no siempre son matemáticas y pocas veces a un intento casi positivo le sucede uno del todo positivo. Lejos de salirse de foco –la clasificación para la final parecía un hecho cuando superó 5m65 y de pronto se encontró ante la urgencia de superar otra altura–, Germán cambió de garrocha, ajustó la presentación ante la varilla y se dio uno de los grandes gustos de su carrera.

La final será la mañana del lunes, horario argentino. Les sugiero hacerse un hueco y acompañarlo. Subirse al podio parece una empresa inviable con demasiados rivales que este año superaron los 5m80. Empezando por el monstruo francés Renaud Lavillenie. No descrean. Este muchacho santafesino está compensando en un puñado de meses un lustro de tristezas continuas. El destino sabe que merece irse de Beijing con una medalla colgando del cuello.