Tiene los pies diminutos. El dedo gordo del derecho levemente torcido hacia adentro por imposición del juanete; el arco vencido ostenta llagas, várices serpenteantes también. Lo curioso es que el otro pie, que descansa de canto sobre la hierba rala, no exhibe marcas de daño. La torsión simpática del cogote contra el pecho, ambas manos reposadas sobre las piernas gruesas que asoman por los intersticios de la bata blanca. Pese a los caldos del sueño, no ha abandonado las manos entrelazadas al teclado. Eso sí, ha sucumbido al influjo del somnífero termal, en un rincón apartado del complejo hotelero, junto a un juego de pálidas sillas plásticas, sombrillas amarillas, juegos infantiles. Es invierno, aunque no se note en el aire tibio.
Es la primera vez desde que arribé al hotel que lo ubico fuera del SUM que ha convertido su oficina, comedor, hogar, a escasos metros de la pileta, más allá del casino que despide agitados repiqueteos mecánicos. Se llama Marcelo, tiene 32 años y desde hace dos que no regresa a Quito, donde vivía junto a sus tres hermanos y la madre con deterioro cognitivo severo. Pasó unas semanas en Ciudad del Cabo, Casablanca, Berlín, Barcelona (allí fueron casi tres meses), Londres y Buenos Aires, su último destino. Lleva más de un mes acá, y es la primera vez que abandona la Capital para conocer el interior, o algo parecido. Necesitaba descansar, confía, y las termas resultaron una opción estimulante. Trabaja entre 13 y 15 horas por día pegando el rostro a la pantalla. Marcelo es nómada digital.
Una rápida búsqueda en Google me pone de frente a dos artículos vigorosos que ayudan a comprender de qué se trata el nomadismo digital. Copio y pego: “Un nómada digital es un profesional que usa las nuevas tecnologías para trabajar, y que lleva a cabo un estilo de vida nómada. Por lo general, los nómadas digitales trabajan de forma remota (desde casa, cafeterías o bibliotecas públicas) en lugar de hacerlo en un lugar de trabajo fijo (…) Lugares con buena conexión a internet.”
Esta semana recibí un mensaje algo inquietante de una amiga que hasta hace escasos meses reproducía el dichoso transitar del burgués palermitano junto a su pareja, un sujeto encantador. La inesperada separación la arrinconó a un ajuste improvisado (atolondrado para mi gusto) de la economía doméstica: cancelación de suscripción de plataformas de películas y series, corte total de cenas fuera de casa, y así. Pero no bastó, de manera que optó por rentar una de las habitaciones del departamento por Airbnb. La cosa no pudo salir peor. Si bien los primeros huéspedes entraban y salían al tiempo que rendían sus pagos, hace veinte días llegó Héctor, nómada digital, trabajo que abrazó (y defiende con incomprensible entusiasmo) desde que conectó con esta empresa que lo deja “hacer lo que quiere” desde cualquier lugar del mundo. La paga es mediocre, pero como casi no gasta, rinde. Ha estado casi tres meses viviendo en París, un período similar en Bogotá, Shangai y Madrid. Nunca más de tres meses, está flojo de papeles.
Por pedido de mi amiga, la misión que asumí consistió en seducirlo para viajar, para que abandone al menos unos días el departamento y así podría ella disfrutar un poco de eso que antes abundaba. Fue entonces que recordé mi primer encuentro con estos espécimenes. Todavía no ha contestado, pero por las dudas imprimí contundencia: no lo dudes, allá en las termas la conexión es excelente.