Leer, para mí, es leer en contra, dos veces en contra. En contra, primero, del texto, desconfiando de él, buscando sus grietas, sus impensados, sus contradicciones internas, no dejándome seducir, poniéndome en la vereda de enfrente. En contra, luego, de mí mismo, desconfiando ahora de mí, buscando el otro extremo –los extremos me tocan–, indagando en ese tipo de pensamiento que me irrita y a la vez me atrae, en tradiciones que me son ajenas, de las que me sé irremediablemente lejano. Hay, por dar un ejemplo de esa vocación por la otredad, un grupo de pensadores anglosajones de los 50 y 60 –que podríamos llamar liberales-democráticos– a los que siempre vuelvo (probablemente hasta el día en que ya no vuelva más: los leo, los releo y siempre me vuelvo a decepcionar). El más interesante es Isaiah Berlin, quizás porque escribe muy bien: la crónica de su encuentro con Ana Ajmatova en la Moscú revolucionaria es decididamente extraordinaria. No menos atractivo es su Karl Marx, biografía mucho menos crítica de lo que se podría imaginar, que tengo en una hermosa edición de la editorial Sur, publicada en 1964, con traducción de Roberto Bixio. Michael Oakeshott escribe con menos garbo, y además sería un error llamarlo liberal, porque el suyo es un pensamiento decididamente conservador, en algunos casos extremo (como la forma que adoptó su rechazo a las manifestaciones estudiantiles de los años 60). Sin embargo, cierto tono humanista de su conservadurismo lo coloca en un lugar singular, como singular es la mejor tradición inglesa de filosofía política (deberíamos volver a leer algún texto muy temprano de Oakeshott, de los años 30, rechazando a la vez lo que ocurría en la URSS y en Alemania, para entender su lucidez insular). Hace algún tiempo, en la gloriosa sección de saldos de Fondo de Cultura Económica en la Feria del Libro (que en los últimos dos años dejó mucho que desear), compré El racionalismo en la política, antología de ensayos que incluye La voz de la poesía en la conversación de la humanidad, transcripción de una conferencia pronunciada en 1959. Es un texto fascinante por todo lo que dice, y sobre todo por lo que olvida, lo que oculta, lo que engaña. Oakeshott lleva a cabo uno de las descripciones (estaría tentado de decir que antes de una descripción es un elogio, y que antes de un elogio es una utopía) más logradas de la idea de conversación como modo de la política pública, lo que en su caso implica comprender la conversación pública como sinónimo de democracia. Lo que define a la democracia no es la posibilidad de emancipación social, no es el ideal de justicia social, no es el gobierno de las masas, no es la búsqueda de la igualdad, es la conversación pública entendida como una acción humana intransferible, la acción que vuelve humanos a los humanos: “Puede suponerse que los diversos idiomas de la expresión que integran la comunicación humana corriente tienen un lugar de reunión (…) ese lugar no es una investigación ni un argumento, sino una conversación. En la conversación los participantes no realizan ninguna investigación, ni un debate, no hay ninguna “verdad” que descubrir, ninguna preposición que probar, ninguna conclusión que buscar. Los participantes no tratan de informar, persuadir o refutarse recíprocamente”. Dejo aquí, previniendo que volveremos sobre este asunto.