Dice un poeta amigo: “¿Sabés qué pasa? Que la gente es muy rara”. Le digo que es una suerte. Que si la gente no fuera rara él no escribiría poemas y yo no escribiría novelas. Y como él ama eso de escribir poemas y yo amo esto de escribir novelas, nos ponemos a pensar y llegamos a la conclusión de que sí pero no. Que hay rasgos, tendencias, deseos, rechazos, gestos, que nos hacen conocidos a unos y otras y otros y unas. Todo el mundo en todas partes sueña con las mismas cosas. Al fin y al cabo, qué quieren un ama de casa londinense y un empleado de banco paraguayo, un bibliotecario noruego y una kinesióloga salteña, una violinista hondureña y un mecánico ucraniano, etcétera y basta, usted ya tiene una idea de la población del mundo, ¿no? Bueno, ¿qué quieren? Todos las mismas cosas: tener un techo fresco en verano y calentito en invierno, un auto por favor si es posible, comer todos los días, pagar las cuentas, hacer el amor, ir al cine los sábados y a comer con los amigos por ahí de vez en cuando, casarse con la pareja de su vida, tener chicos, mandarlos a la escuela, llevarse bien con los vecinos, irse de vacaciones en verano… y que le cuenten cuentos. No me refiero a las promesas de los candidatos en las próximas elecciones porque eso acá y allá pertenece al renglón cuentos del tío. Me refiero literalmente a eso, a los cuentos. Aquellos de la mamá o la abuela, y después los de Andersen, los de Salgari, Ridder Haggard, Poe, Wells, Verne, Tolkien, Homero, Balzac, Kafka, Shakespeare y así de seguido. Necesitamos que nos cuenten cuentos. Y allí está al alcance de la mano el mundo de los que necesitan contarlos, bienvenidos sean. También están el cine, la televisión, los diarios, el teatro, el carnaval, todo el calor, el color, las palabras y la música del mundo. ¿De dónde viene el ansia de oír o leer cuentos? No lo sé: tal vez de la necesidad de ver otros mundos, tal vez de las ganas que tenemos de ser inmortales. Sea como fuere, hágame caso, vaya y siéntese en ese viejo sillón tan cómodo, abra el libro y lea Continuidad de los parques. Dígame después si no sintió cómo se sumergía en el vasto universo de las semillas, las estrellas y eso que algunos llaman los abismos del alma humana.