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Contribución extraordinaria

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| Cedoc

Durante años, como un retintín sin reticencia, como un derrame cerebral que afluye y luego vuelve pudoroso a su cauce inicial, el del momento anterior a la chorreadura, viene a mi mente, no cesa de volver y retirarse, de retirarse y volver, la escena central de un libro que no tiene la menor importancia o que la tiene mucha, porque a partir de él, o gracias a él, se abre la divulgación de una práctica oriental en Occidente. Digo que es la escena central del libro y no todo el libro, y quizá se trate de una más, pero en mi recuerdo aparece como un resumen de lo contado, no como una síntesis argumental sino como una culminación, que es cosa muy distinta. Y al serlo, a la vez recoge lo anterior y lo suprime.

El libro es El zen en el arte del tiro con arco, y el autor es o era Eugen Herrigel (¿deja de ser alguien autor o dueño de algo cuando muere? ¿Nos contienen las cosas, como una especie de transmutación de ceniza gris o carne corrupta a ilusión duradera de alma?), un alemán que enseñó filosofía –¿alemana?– durante la segunda década del siglo XX en la Universidad Imperial de Tohoku, Japón. El libro cuenta su experiencia devota y afanosa en la práctica del kyudo, el arte del tiro con arco (y flecha), con un maestro llamado Awa Kenzô. Como ya dije, del libro olvidé todo salvo la evidencia de una experiencia y de un tránsito, por lo que debo googlear estos datos antes de llegar al centro de mi relato. 

Al profesor Herrigel, Eugen, el maestro Awa Kenzô intentó transmitirle el conocimiento del kyudo a través de una vía mística o espiritual llamada daishadokyo, que ejercitaba al neófito de ese arte para que luego de años de aprendizaje arduo dejara de estar bajo control de su mente y dirección consciente de sus actos, sin determinación intelectual, vacío de sí y librado a sí mismo,  de modo de acceder a un estado donde arquero, arco, flecha y blanco sean uno y lo mismo. 

Desde luego, en una práctica común, el ejercicio constante, el afinamiento de los sentidos, el recuerdo de las experiencias anteriores, en definitiva, el conocimiento acumulado, determinan la mejoría del alumno y, si tiene algún talento, su segura conversión, en el curso de los años, en un nuevo maestro. Hollywood no se aburre de contarnos día tras día la historia de la autosuperación y el progreso individual, y si Hollywood se aburrió ahora está Netflix para sustituirlo en la repetición de ese cuento optimista. Basta con ver la tan celebrada serie Gambito de dama, con su perpetuo juego de reality de eliminaciones ajedrecísticas y el triunfo del esfuerzo individual por encima de la planificación y el sistema.  Pero, al parecer, el kyudo no está para celebrar esas inanes competiciones, porque, para complicar un poco las cosas, antes de que Herrigel se dispusiera a lanzar las flechas el maestro Kenzô le vendaba los ojos y ahí agarrate Catalina. 

Bajo la instrucción de Kenzô, Herrigel se la pasó transpirando en su búsqueda del acierto y el prudente maestro nunca cometió el error de ponerse cerca o delante del blanco; siempre estaba detrás del alumno, en silencio, esperando. Y Herrigel disparó y disparó y los flechazos iban hacia el vacío de su mente pero nunca acertaban, aunque las versiones  heréticas dicen que una vez, sin saberlo, le quitó limpiamente un ojo a un hototogisu que andaba volando por la zona. Como es natural, algo de todo esto recuerda también a la extraordinaria novela La historia secreta del señor de Musashi, del extraordinario escritor Jun’ichiro Tanizaki. Pero vamos al punto. 

Luego de andar asaeteando durante años la nada, un día Herrigel sintió la mente particularmente despejada y tensó el arco y la flecha voló y Herrigel se quitó la venda y vio que la flecha había dado en el blanco: en el centro. El milagro o el acierto había ocurrido porque él fue uno con lo otro: flecha y arco y él y blanco. Entonces, ¿qué hizo Herrigel? No recuerdo si dijo Phänomenal o  Kyoi-teki o ¡la emboqué carajo!, pero en el momento de su explosión de júbilo o de su íntima alegría sintió el sopapo iluminador en la nuca, el golpe del maestro, que le dijo: “No se alegre, salame. No fue usted: es Ello lo que acontece”

Quedé corto para la conclusión.