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FIESTA MEDIEVAL

Conversación con la muerte

El viernes 10 de julio pasado, caída ya la noche y bajo una lluvia torrencial más digna de un escenario tropical que de la Italia mediterránea, llegué por fin a Monte Cerignone, pueblo que era mi destino final y que forma parte de lo que fue en el Renacimiento el ducado de Montefeltro.

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El viernes 10 de julio pasado, caída ya la noche y bajo una lluvia torrencial más digna de un escenario tropical que de la Italia mediterránea, llegué por fin a Monte Cerignone, pueblo que era mi destino final y que forma parte de lo que fue en el Renacimiento el ducado de Montefeltro. Ese viernes era el primero de los tres días de la Fiesta Medieval que se celebra todos los años, durante la cual el pueblo recupera su nombre original: Mons Cerignonis. El sábado, bajo un sol todavía incierto, reencuentro con amigos y conocidos por las calles empinadas del pueblo, muchos de ellos con atuendos medievales, porque una buena parte de los habitantes (800) participa activamente de la fiesta. Olores, sabores, ruidos, perspectivas, gestos, modos de conversación y, a lo largo de los contactos, actualización de rumores y de diversos relatos familiares que, como ciertas series de televisión, se prolongan por varias temporadas, reactivaron rápidamente ese sentimiento, difícil de describir, que produce la Italia rural cuando uno la frecuenta, como es mi caso, desde hace más de treinta años: la sensación de volver a casa, aun careciendo de todo vínculo de sangre con el país del Dante. Mientras disfruto, en el Bar dello Sport, de una copa del vino blanco romagnolo tan agradable, transparente y ligero como peligroso, me entero de que la Fiesta Medieval está recibiendo unas seis mil personas cada día.

Los eventos se suceden a lo largo del fin de semana: títeres; conciertos de música; la corte del duque descendiendo del palacio, con unos y otros montecerignoneses vestidos de autoridades políticas y eclesiásticas; espectáculos ecuestres; el show de los “falconieri” exhibiendo los vuelos majestuosos de los halcones, que comienzan y terminan en la muñeca del amo aunque éste se encuentre confundido entre el público que observa fascinado una rutina que tiene siglos de práctica; danza de personajes subidos en altísimos zancos; el malabarismo de las banderas, lanzadas en trayectorias que nunca me imaginé que una bandera pudiera dibujar en el aire.

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Pero lo particular de este año es que, según se dice, por primera vez Umberto Eco –consagrado ciudadano de honor de Monte Cerignone cuando se publicó El nombre de la rosa– va a intervenir hacia el fin del festival. Busco a Umberto al fin de la tarde del domingo y lo encuentro en el Bar dello Sport. Me confirma su conferencia de la noche. Durante la cena, cuando le pregunto cuál va a ser el tema, sonríe de la misma manera que lo hace cuando se prepara para contar un chiste, y no responde.

Pasadas las diez y media de la noche, el espacio central de la plaza Begni, flanqueada de un lado por el palazzo de los Mancini y del otro por la Rocca, el fuerte construido por el arquitecto Francesco di Giorgio Martini en el temprano Renacimiento, está colmado de gente, al igual que la enorme escalera que sube a la entrada principal de la Rocca. El círculo de luz de un proyector desciende lentamente el muro del palazzo y se focaliza en Umberto, quien, cubierto con un manto negro y sentado en una silla de terciopelo rojo, empieza a comentar las imágenes que desfilan en una pantalla gigante. Se suceden bellos grabados de distintas versiones de la danza con la muerte, y numerosas escenas de conversación de la muerte con todas las categorías sociales: representantes de cada uno de los oficios, príncipes, caballeros, cortesanos y cortesanas, eclesiásticos, artistas. En ese escenario nocturno, el sonido de la voz pausada de Umberto Eco explicando que la relación con la muerte era en la Edad Media mucho más cotidiana y familiar y mucho menos aterrorizante que en la modernidad, tiene algo de sobrecogedor. Tras el rostro de Jack Nicholson en el film Shining, la presentación se termina con la muerte jugando al ajedrez con el protagonista de El séptimo sello, de Igmar Bergman.

Tal vez fue el clima medieval de estos días y la reiterada puesta en escena del poder político y religioso. Lo cierto es que, en el momento mismo en que el público aplaudía ruidosamente la conferencia de Umberto, se me ocurrió que el farandulismo berlusconiano, que sigue obsesionando aquí a los italianos, más que un fenómeno de la modernidad mediatizada es un resurgimiento estilístico venido del pasado. De aquel tiempo en que las figuras del poder, por completo indiferentes a la realidad social, se paseaban por los jardines de los palazzi rodeados de bulliciosos cortesanos y cortesanas, a la espera de la única situación que nos vuelve a todos iguales: esa última conversación con la muerte.


*Profesor plenario. Universidad de San Andrés.