En mi experiencia, el arte de la novela recorre algunos, pocos, circuitos. El novelista pasa de la imaginación a la reproducción, de la invención a la autobiografía, del retrato de la aldea propia a la invención o constatación del universo. Después de eso, sinceramente, no sé qué hay. Quizá el recuento minucioso de las patologías, una taxonomía de las volutas cerebrales, si es que para esa altura aún quedan neuronas flotando en medio de la masa esponjosa. Pero de todos esos circuitos, quizá el más perenne, el que absorbe y condensa y justifica a todos, es la pasión por la totalidad universal. Desde luego, esa pasión se manifiesta bajo distintas formas. La épica más permanente de los argentinos en estos tiempos es el fútbol, la ilusión que nos representa en un fotograma que pretende ser detenido con la imagen de un genio abúlico levantando una Copa de Oro que apenas besada entra a dormir su sueño en una vitrina de la organización que cuanto más engaña mejor te fifa. La misma duración es pasajera, comparada con la eternidad, que excede al tiempo.
Por eso… nunca sentí tan íntima y tan cercana a Cristina como en el momento en que lanzó su tan denostado “vamos por todo”. Es esa aspiración de totalidad, y no ninguna otra cosa, lo que define la dimensión de una persona, y desde luego su fracaso. La totalidad sólo es aprehensible conceptualmente, y hasta ahí, porque en el fondo sólo es un efecto del lenguaje. ¿Qué todo se nos representa “de verdad”, visual e íntimamente, material y sensiblemente, cuando lo mencionamos? De sólo decirlo, ya no sabemos de qué estamos hablando. Por eso, en ese extravío, que fue también, políticamente, una amenaza, amé a Cristina, porque la encontré parecida a mí, cuando de joven creí (borgeanamente) que era posible reproducir y condensar la totalidad literaria, la suma de bibliotecas existentes e imaginarias, en un solo libro o una serie de libros que llevarían mi firma y que predeciblemente volverían innecesarios e innocuos los que antecedieron y tal vez los que continuarían a esa serie. No puedo ni imaginarme en qué pensaba cuando pensaba eso, el fin de la literatura con la firma propia es una ridiculez entrañable, y sólo se puede comparar con la ambición y el sueño del poder y la política. Mientras tanto, nos enteramos de que este universo es el holograma de otro, más real, cuyo nombre desconocemos.