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Cuando el perro perdió al hombre

Siempre es inquietante oír hablar a los animales. No me refiero a los animales de los dibujitos animados, sino a los de carne y hueso.

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Siempre es inquietante oír hablar a los animales. No me refiero a los animales de los dibujitos animados, sino a los de carne y hueso. Pregúntenle si no a Gigi Proietti, quien no se repuso jamás de haber oído hablar al gato de Wilcock. El mono de Informe para una academia es inolvidable en más de un sentido porque se trata de un mono real también, no menos real que los perros de Isla de perros, de Wes Anderson, que acabo de ver. Se me dirá que en los dos últimos ejemplos no se trata de animales reales, pero podríamos discutirlo eternamente, porque lo que está en juego no es tanto lo real sino lo verosímil. En ese sentido, Mickey Mouse y Bob Esponja no son reales pero Rango y James P. Sullivan, sí. ¿Se entiende? De todos modos no tiene importancia. Lo que hay que saber es que en Isla de perros hay perros que hablan y son reales.

No menos reales que los de un libro cuya referencia es tan automática que me extraña no haber encontrado críticas al film de Wes Anderson que la nombren (pero bueno, ya sabemos que los críticos de cine son en general un poco brutos, que siguen encontrando originalidad hasta en argumentos shakespeareanos). Se trata de Ciudad, de Clifford Donald Simak, un libro de 1952 traducido por primera vez al español en 1974 por José Valdivieso para el sello Minotauro. Ciudad consiste en una serie de ocho relatos que dan cuenta de una mitología literaria analizada en el futuro por la raza que domina el planeta Tierra: los perros. Cada cuento es presentado con una nota introductoria donde un académico perruno analiza la obra y pone en duda una cuestión capital: ¿el hombre habrá existido en el pasado o solo nos encontramos frente a la transmisión oral de un mito presumiblemente canino?

Ciudad podría haber sido escrito por Umberto Eco, o en cualquier caso el libro contiene una idea que el italiano puso en práctica en varios escritos más breves. También imagino a Stanislaw Lem como autor posible, pero lo cierto es que el libro lo escribió Simak, de quien sé muy poco (es por eso tal vez que hubiese preferido que lo escribiera alguno de los otros dos, porque de ellos sé un poco más): nació en 1904 y murió en 1988. Vivió entonces 83 u 84 años. (Cada vez que trazo las líneas centrales de una biografía recuerdo ese poema de José Agustín Goytisolo –Historia conocida– que dice: “¡Qué bonito sería! Nace, escribe, muere desamparado”. Pero hasta donde sé, Simak no murió desamparado sino habiendo influido en toda una generación de escritores de ciencia ficción y luego de recibir innumerables premios y reconocimientos).

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Pero quería hablar de Isla de perros y de aquello que la conecta con Ciudad: la misma ironía, la misma ternura y la misma melancolía a la hora de rememorar los tiempos en que vivir significaba estar al servicio de un ser humano, cuando se nacía y moría demostrando lealtad a alguien que ya no está y que sigue haciendo falta. La factura del film de Wes Anderson es intencionalmente descuidada, simple, y parece haber puesto toda la carga en los diálogos (conté al menos dos momentos cumbre de la historia del cine en Isla de perros). El film sucede en Japón, y Wes Anderson demuestra que siente por las costumbres y el idioma de ese país menos respeto que el que los japoneses creer merecer, lo que lo hace (a Wes Anderson y al film) un objeto digno de ser reverenciado y visto al menos una docena de veces.