Ducho en múltiples batallas, fue el propio Hugo Moyano quien arrimó la descripción más certera de la actual coyuntura política: “Toda victoria es relativa, toda derrota es transitoria”. Las palabras del escritor mexicano Octavio Paz también deberían resonar en el Gobierno. La puja del 21F puede significar una bisagra tanto para la oposición como para el oficialismo.
Los esfuerzos del Gobierno resultaron insuficientes a la hora de intentar encorsetar la protesta. La “antinomia” Macri-Moyano que trató de instalarse con insistencia no cuajó en el espíritu de una movilización multitudinaria y variopinta, poco preocupada por el futuro personal del líder sindical y bastante angustiada por un modelo económico que agujerea proyectos y bolsillos. Es probable que la protesta haya desterrado algunos mitos acerca de la “impenetrabilidad” de un discurso oficial que se retroalimenta de su propia lógica y en su hermetismo. El tono socarrón que pretendió minimizar la marea humana que cubrió la 9 de Julio se acercó más a la torpeza que a la estrategia. En política la negación suele agravar los conflictos. Una vez que se desatan suelen recorrer senderos inciertos.
Tomando distancia con el epicentro de la protesta, Mauricio Macri escogió Concordia, la ciudad entrerriana con mayores índices de desempleo, para desafinar con un discurso que pretendió reescribir la historia y trastrocar las estadísticas. Para el Presidente, la Argentina está atravesando su mejor momento de los últimos cien años, porque “bajó la inflación, creció el empleo, bajaron los impuestos, bajó el déficit fiscal”. La manipulación del pasado para forzar el presente y moldear el futuro quizás sea uno de los desafíos más complejos que enfrenta el Gobierno.
Desde su microvisión seguramente le costará explicar un humor social caldeado por el enojo y la sensible caída de la imagen positiva, en términos personales y también como gestores de políticas de Estado.
Si Cambiemos esgrimía no encontrar motivos que legitimaran la protesta, la calle le respondió masivamente con el rechazo a las reformas previsional y laboral, a la inflación que redistribuye y empobrece, al cierre de pymes, a los tarifazos que empezaron siendo “simpáticos y lógicos” y se volvieron una “pesadilla”. También a paritarias que buscan aplanar salarios y a un endeudamiento acelerado que condicionará el futuro de la economía al menos por un siglo. Restringir el conflicto social a un Moyano que supo ser un “aliado casi incondicional” y que hoy merodea las puertas del cadalso es un reduccionismo lindante al grotesco.
La “revolución cultural” macrista implica “sincerar” las posibilidades y expectativas de una sociedad tan particular como la argentina, que en un 80% se autopercibe como parte de la clase media, cuando los indicadores de ingreso y educación la sitúan en un magro 45%. Si parte de los votantes de Cambiemos confiaron en que las políticas tendientes a refundar un país con estamentos de clase diferenciados y aspiraciones “limitadas” se restringirían a los más pobres, se equivocaron. Quizás por ello hoy el macrismo se enfrente a una de sus contradicciones más complejas. No es fácil convencer a amplios sectores de clase media y clase media baja, incluso aquellos que votaron a Cambiemos, de que resignen derechos adquiridos y bienestar en pro de un futuro “posiblemente certero”, pero seguramente lejano.
Bancarios, docentes, jubilados, empleados estatales, entre muchos otros que fueron a hacer oír sus reclamos se entremezclaron con trabajadores, movimientos sociales, organizaciones de izquierda o de derechos humanos. Lo que para algunos editorialistas y el Gobierno resulta “tranquilizador”, la diversidad, además de la magnitud de la convocatoria, podría ser la mayor fortaleza de esta oposición en ciernes. Poco importa quiénes convocaron. El 21F no aparece como un resabio de lo “viejo” sino como la posibilidad de algo nuevo, “unido por el espanto”, pero sobre todo, por una perspectiva de futuro.
**/**Expertos en Medios, Contenidos y Comunicación. *Politóloga. **Sociólogo.