COLUMNISTAS

¿Cuánto dura una obra?

El teatro independiente adolece de todo tipo de problemas.

Rafaelspregelburd150
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El teatro independiente adolece de todo tipo de problemas. Y uno de ellos es la tácita expectativa de modelos preconcebidos de producción, de economía y, por qué no, de duración. El sentido más común afirma que “una obra debe durar una hora”, que “el público pierde la concentración”, etc. Todas afirmaciones aparentemente razonables. ¿Pero quién dijo que la razón tiene algo que ver con hacer teatro? Sobre todo aquí, donde el teatro independiente siempre se ha caracterizado por reinventar toda categoría, justamente para no depender de los otros sistemas teatrales (comercial o estatal).
La duración de una obra es una cuestión que a veces resume todas las concesiones a un sistema económico omnipresente que elabora reglas de uso general, en detrimento de las reglas estéticas o, dicho de otro modo, las reglas de uso particular. ¿Por qué el público que supuestamente “se desconcentra” luego de una hora de teatro es capaz de ver tres horas seguidas de El señor de los anillos, o para no ser tan jodidos, del mejor Lynch en Inland Empire? Apenas somos capaces de seguir las aventuras de Laura Dern y sin embargo es imposible aburrirse en serio. ¿Cuál es ese elemento de fascinación que se sostiene en el tiempo complejo, un tiempo que en general el teatro decide rechazar de antemano? Claro que la idea del montaje, que hace que cualquier universo narrativo pueda desaparecer en un abrir y cerrar de ojos, para dar paso al siguiente, hace que nuestra “atención” pueda ser renovada ilimitadamente. Pero el teatro puede aprender a hacer lo mismo; no tiene corte ni edición, pero podría realizar operaciones técnicas similares: giros no sintéticos del argumento, inclusión de lo inesperado, multiplicidad de puntos de vista, son todas posibilidades de renovación de expectativa, de escritura en el tiempo complejo.
Tras el mandato de “una obra debe durar una hora” se esconde una suerte de achicamiento. Y no parece ser el único lugar en el que el sentido común nos quiere imponer sus leyes: parece que sistemáticamente se nos dijera: “Imaginen menos”, “imaginen más chico”, “imaginen más posible”. ¿Para qué hacer teatro entonces? ¿Para reconfirmar los valores tácitos de la economía y sus presuposiciones?
Pero hay una cosa aún más sutil: se valora por sobre todo la idea de una “síntesis”. La síntesis es algo formidable: en la dialéctica (como un posible procedimiento de aprehensión del mundo) hay una máquina que motoriza al pensamiento: la tesis “dialoga” con su antítesis, y en ese vaivén de opuestos se arriba a una síntesis. A una instancia superadora de los términos iniciales de la discusión. Después de todo, para eso se discute: para concluir en algo que supere y reúna los opuestos. Pues bien: no toda obra “corta” es “sintética”. Hay muchas obras breves que por cumplir ejemplarmente con el mandato de no pasarse de la raya finalmente no dicen nada de nada, no superan ni reúnen sus primordiales elementos. Y se hacen largas y aburridas, duren lo que duren. Yo no creo del todo en esta trampa óptica, tan seductora, de la dialéctica: es una idea ejemplar, pero veo a mi alrededor miles de elementos que –por no poder arribar a instancia superadora de ningún tipo–, al no poder aparecer conjugados, sólo se alternan en el uso del espacio y de la praxis, como mera intermitencia. Al teatro le cabe la observación del mundo, y éste suele ser bastante poco sintético. Y complejo. Que cada obra dure lo que tenga que durar.