El tiempo es tirano. Y en política, como en muchas otras actividades, saber cuánto tiempo tenemos para perseguir nuestras metas resulta fundamental para alcanzarlas. ¿Tenía Capitanich alguna idea más o menos precisa al respecto cuando asumió la Jefatura de Gabinete? ¿Tiene una mejor ahora? ¿Está todavía a tiempo de ajustar sus cálculos, o ya su oportunidad, si es que alguna vez existió, quedó atrás?
Tal vez sea cierto, como se rumoreó al conocerse los cambios en el Gabinete, que Cristina le dio al chaqueño hasta marzo de 2014 para ordenar las cosas en la economía y el peronismo. Y que él asumió entonces que podía ir acomodando poco a poco las variables que arrastraban mayor desajuste, evitando saltos conflictivos en el dólar y las tarifas, o pisar alevosamente los salarios y las transferencias fiscales. De otro modo seguramente hubiera sido tachado enseguida como “jefe del ajuste”, y su arranque en el nuevo cargo hubiera estado teñido de serios conflictos. Puede incluso que la propia Cristina haya desaconsejado pasos más expeditivos, por ejemplo en el manejo del dólar: una devaluación abrupta hubiera contradicho su promesa de que “nunca” iba a tomar ese camino; en cambio, acelerar las minidevaluaciones diarias podía presentarse como una inevitable adecuación a la presión ejercida por los malditos mercados, o como el curso natural de las cosas.
Como fuera, ha transcurrido ya el tiempo suficiente para concluir que la aproximación paso a paso a los problemas no funciona. No lo hace, para empezar, en relación con los precios y las reservas del Central, las dos variables decisivas para que el Gobierno pueda controlar la situación económica el año próximo. Dada la inercia inflacionaria instalada, no tenía sentido insistir con iniciativas aisladas y que ya probaron su acotada eficacia para frenar los precios, como los congelamientos selectivos y los techos “indicativos” para las paritarias. Menos aun cuando por otro lado se alimenta la espiral que se dice querer contener devaluando día a día la moneda y anunciando inminentes ajustes de tarifas.
Estas minidevaluaciones, por otro lado, tampoco alcanzan para detener la fuga de divisas. Incluso la alimentan: dado que los exportadores saben que tendrán mejores precios en un futuro próximo. Demoran sus ventas, mientras los importadores adelantan sus compras sabiendo que pronto deberán pagar mucho más. Si le sumamos el estímulo que un desdoblamiento cambiario de hecho introduce para la subfacturación de exportaciones, la sobrefacturación de importaciones y otros fraudes al fisco, no asombra que las reservas estén próximas a perforar el piso de 30 mil millones de dólares, mientras nadie atina en el Gobierno a frenar la caída.
La pregunta que cabe hacerse al respecto, de nuevo de índole temporal, es cuándo se llegará al nivel crítico, aquel en que el deterioro de la confianza dispare una masiva dolarización de activos. Eso depende no sólo de la debilidad de las reservas vis à vis la masa de pesos en manos de la gente y las empresas, sino también de los costos de la salida. De allí que la contención de las cotizaciones del dólar blue y del dólar fuga (“contado con liqui”), y la reducción de la brecha entre ellas y el dólar oficial, logradas en las últimas semanas, sea a la vez una buena y una mala noticia para el Gobierno: si la inflación sigue en alza y las reservas en baja, no hará falta mucho tiempo para que los tenedores de pesos consideren que les conviene pagar un costo no tan alto como el que hoy existe para salirse del sistema, antes de que ese costo crezca porque la situación escapa totalmente de control.
¿Puede esta dolarización dispararse en los próximos meses? Lo que es seguro es que tendremos un verano tenso y complicado, en el que el show de consumo y el respiro de las vacaciones quedarán deslucidos por protestas sociales de diverso calibre. Que pondrán a prueba el control que conserva el Gobierno sobre el peronismo territorial y sindical.
Tampoco en este terreno Capitanich parece haber dado en el clavo en sus pasos iniciales, porque subestimó los problemas sociales, agravados tras dos largos años de alta inflación y economía básicamente estancada; y sobreestimó el tiempo del que disponía para administrar los reclamos salariales y la reorientación del gasto. Si hubiera tomado desde un comienzo medidas para reducir los subsidios y transferir parte de lo así ahorrado a una mejora de planes sociales y sueldos en áreas críticas del Estado, tal vez se habrían evitado las protestas policiales y los saqueos. También si hubiera hecho algo por reconciliar a la familia peronista y sido menos mezquino en la apertura del diálogo con la oposición, se habría ahorrado una puja estéril con De la Sota.
Es tarde para lamentarse de lo que no fue. ¿Tendrá tiempo el jefe de Gabinete para retomar la iniciativa y reparar el daño? Puede intentarlo. Pero difícilmente logrará hacer ahora efectiva la autoridad para ordenar la administración que supuestamente recibiera de Cristina al ser designado. Y aun menos chances tiene de recuperar el aura de innovador que le permitió despertar expectativas positivas en la opinión pública semanas atrás.
La versión según la cual fue Zannini quien frenó el envío de gendarmes a Córdoba puede que sea exagerada y hasta injusta: el jefe de Gabinete, en ese caso, podría al menos haberse mostrado mínimamente preocupado por el drama que miles de personas estaban viviendo, y que muchos millones más en todo el territorio, poco después se probó con razón, temen vivir en cualquier momento. La versión, igual que otras que circulan en perjuicio de Echegaray, De Vido y demás miembros del Gabinete, prueba más bien que el salvaje internismo allí reinante desde hace tiempo no se resolvió con el recambio de funcionarios, que él tal vez incluso lo haya potenciado, y que en ese marco siguen primando en las decisiones de gobierno un estilo brutal y flamígero que el grueso de la sociedad ya no tolera. Que Capitanich consuma su tiempo en esos enredos y se dedique tan poco a atender las cuestiones de interés colectivo tampoco augura nada bueno.