En San Petersburgo, el pasado miércoles 4 de septiembre la reunión de los sherpas (guías) de los líderes mundiales integrantes del G20 definió una característica de los tiempos que corren. Los delegados –lo accesorio– de los líderes –lo principal– se abalanzaron a escribir segmentos de lo que sus jefes dirían al final de un encuentro… que todavía no había comenzado, como en esos pueblos de ficción en los que todos saben todo, incluso lo que aún no ha pasado.
Hasta hace muy poco, para averiguar lo que los jefes de Estado o de gobierno negociaban había que trajinar copiosamente. Pero gracias a Julian Assange, Edward Snowden y otros objetores de conciencia estadounidenses, ingleses y australianos, esos simulacros no habrán de sobrevivir. Los nuevos modos de informar que se están extendiendo a altísima velocidad nada toleran menos que la mentira o el ridículo. Algunos líderes lo han advertido con entusiasmo y sin sarcasmo, provocando el escándalo de los que se escandalizan con Assange y con Snowden.
La reunión del G20 no ha logrado señalar un rumbo inspirador en temas centrales, como el conflicto en Siria, el ácido corrosivo de la especulación financiera y la crisis de un multilateralismo que no osa actuar su nombre. Prevaleció la preferencia por el mantenimiento de la alianza de post (segunda) guerra (mundial), el ajuste y la ortodoxia financiera como pócima universal y litúrgica.
No se han diseñado los zancos que permitan superar el pantano del Oriente Cercano, no han discutido sobre la posibilidad de resguardar la seguridad sin violar la intimidad, de articular intereses con valores, y muchos se han sentido más comisarios que médicos. Viene a la mente una ironía que circuló entre periodistas durante la guerra Irán-Irak (1980-1988) a propósito del uso de la técnica del gaseado: “Cualquiera puede colocar los derechos humanos de Irak en la cabeza de una insignia de solapa, y todavía le sobrará lugar para los de Irán”. Esa lógica impúdica prevaleció.
Un ejemplo de búsqueda de la paz por el diálogo. Marzo-abril, 1993. Noruega. Un Volvo negro que circula por un barrio residencial de Oslo entra al parque que rodea una mansión severa, de estilo hanseático. Protegido de las miradas por un telón de robles, el auto para frente a la entrada trasera. Bajan Shimon Peres, canciller de Israel, y un asistente. Ya dentro de la casa el dirigente judío saluda a Yasser Arafat, líder de la OLP, a Mahmud Ridha Abbas y a dos diplomáticos noruegos. Se sirve café y té.
Mucho té y café después, sin salir de la sala, los dos líderes se aproximan el uno al otro y en un inglés macarrónico (gutural y sibilante el de Arafat) discurren una media hora. De pronto, los corazones de los poquísimos testigos se detienen: Peres y Arafat se están dando la mano en un largo y emocionado gesto de acuerdo. Acaban de sellar las bases de los que serán llamados “los Acuerdos de Oslo”, que se firmarán en Washington el 13 de septiembre del mismo año, ante Bill Clinton y entre Isaac Rabin, primer ministro de Israel, y Yasser Arafat, quien pasará a dejar de ser un terrorista buscado para ser el presidente de la Autoridad Palestina.
El coraje político de Rabin –hecho de su historia personal como militar y hombre de Estado– le permitió dar ese paso gigantesco a favor de una solución a la crucial cuestión palestina. Nadie llegó tan lejos. Su voluntad de restañar lentamente las llagas que cruzan el Jordán y la Franja de Gaza no le fue perdonada por el odio que armó el brazo de Yigal Amir, quien lo mató de un balazo por la espalda (4/11/95).
En 1999, al cumplirse cinco años del otorgamiento del Premio Nobel de la Paz a Arafat y Rabin, y luego de una tocante ceremonia en Oslo, el rey noruego Harald y su gobierno ofrecieron un banquete al que asistieron el presidente Clinton, Arafat, Peres, el flamante presidente Vladimir Putin y otros líderes. Sentada en un lugar destacado, la viuda de Rabin decía a algunos comensales que los responsables del crimen eran la derecha israelí y Benjamin Netanyahu, su líder.
Hay momentos así, en los que la angustia es fecundada por la esperanza; momentos en los que se puede pensar en la posibilidad de una compaginación inteligente de intereses y valores, egoísmo y magnificencia que emparejen los lotes de cada uno. Momentos en los que la voluntad y la realidad se acercan y se miran con curiosidad alienígena.
Educado en Estados Unidos, culpable o inocente del magnicidio, Netanyahu es –14 años después– el líder de Israel y responsable de la ampliación furtiva y constante de las colonias judías en zonas palestinas. Invasión por goteo que está transformando el mapa político y social de Palestina.
Es hora de decir la verdad entera sobre lo que pasa en Oriente Medio, pero también en muchos lugares en los que la lucha entre los poderes de ayer y los reclamos de los débiles de hoy no parece encontrar canales de diálogo.
Las jornadas de ayuno propuestas por el papa Francisco para aplacar a los señores de la guerra en Siria sólo son aptas para sedar a un segmento de los dioses, ya que no se oyó ninguna análoga cuando se masacraron e incineraron mil y más musulmanes en El Cairo, el 14 de agosto pasado. (Benedicto XV el 5 de mayo de 1917 y Juan Pablo II en 2003 intentaron –respectivamente– detener la matanza y los gases de la Primera Guerra Mundial y la invasión a Irak).
No hay que olvidar que en marzo de 1988 la reacción del gobierno de Ronald Reagan al gaseado por parte de Saddam Hussein de legiones de civiles kurdos consistió en seguir a su lado hasta el final de la guerra con Irán, y tampoco que recientemente el analista Edward Luttwak sostuvo que para Occidente es preferible que continúe la masacre Siria antes de que una de las dos partes triunfe drásticamente. Realismo central que le dicen, carnicería periférica que es.
El descubrimiento por parte de muchos de que las posibilidades de contrapoder de las redes sociales y de internet vienen abriendo paso a nuevas formas de política y de diplomacia se viraliza. Cuando la policía británica detuvo en Londres al pretendiente brasileño del periodista inglés del diario The Guardian (residente en Río) desencadenó dos respuestas devastadoras para la seguridad estadounidense. Una, la difusión por el diario The Washington Post del más detallado informe jamás conocido sobre el presupuesto de inteligencia (espionaje) de los Estados Unidos. Sirvan de muestra dos cifras, primero la global: 52,6 mil de millones de dólares para el ejercicio 2012-2013, de los cuales 10,8 mil millones para la NSA, la agencia especializada en oír conversaciones telefónicas ajenas y leer mails privados del mundo entero –para la que trabajaba Edward Snowden–.
La otra respuesta consistió en revelar que la NSA conocía los detalles del elenco de ministros que tenía pensado nombrar la presidenta Dilma Rousseff de Brasil. Muchas conversaciones privadas de Dilma sobre temas domésticos e internacionales eran sabidas por Washington. El sueño de todo fullero: conocer las cartas que tiene el jugador contrario. Una mano de truco despareja, por decir lo menos. Pero un augurio de intercambios a ceño fruncido en San Petersburgo, entre Barack Obama y Rousseff.
Telón de fondo para estos acaeceres globales es la sensación de un doble despliegue –también global– de nuevas fuerzas: la electrónica-informática y la espacial-mediática; fuerzas que plantean un dilema, ya que se trata de lograr garantizar –en una sociedad democrática– la efectiva vigencia de la privacidad y la seguridad.
Porque habrá que ir viendo cómo se resuelve el choque entre, por un lado, el uso que las instituciones y los poderes históricos mundiales vienen haciendo de esas nuevas fuerzas, tratando de dominarlas para dominar; y, por el otro, lo que empezó a cuajar en 2011, que Slavoj Zizek bautizó “El año de soñar peligrosamente” y en el que ocurrieron protestas populares en Nueva York, El Cairo, Atenas, Londres y Madrid. El roído subterráneo de la insatisfacción perdura y el odio y la rabia aumentan, augurando una nueva realidad política que se expresa por ahora así, como fragmentos de un futuro utópico hibernando en el presente.