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Rodolfo Walsh lo consigna en las páginas de Esa mujer. En las páginas de Santa Evita, Tomás Eloy Martínez lo retoma y lo expande. La historia de Evita muerta, es decir la historia de su inmortalidad, se encontró ante esa encrucijada: la de la necesidad de identificar con total certeza el cuerpo, la de la necesidad de dirimir si se estaba ante el cadáver auténtico o bien ante alguna de las falsas copias que se habían puesto a circular. Según parece hay comerciantes que hoy en día rechazan el billete de cien pesos de Evita, y prefieren atenerse al de Roca. Les resulta poco confiable, de fácil falsificación.

No obstante, a mi modesto entender, lo mejor que el billete tiene es su poder de hacer vacilar, que no ofrezca una prueba evidente de ser falso o ser legítimo. Me parece lo más adecuado como representación política de Evita. El día que consigamos admitir en pie de igualdad el billete de origen incierto y el billete de origen probado, habremos concedido a Eva Perón su homenaje más cabal.

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Porque la figura política de Evita se nutrió del origen difuso, hasta hacerlo el motor de una causa (nótese que su billete es el único de los circulantes que omite mencionar el lugar de nacimiento de su figura). Evita se fortaleció en la ilegitimidad, y con el rencor de la ilegitimidad desafió las legitimidades al uso. Evita surgió de lo dudoso, jamás de lo certificado. ¿Qué sentido tiene hoy impugnarle un carácter falso, si de lo falso extrajo su mejor verdad?