COLUMNISTAS

De la poesía como combate

Ordenando viejos papeles –es decir, cambiando el desorden de lugar–, fui a dar con un suplemento cultural de un diario hoy desaparecido en el que se discutía sobre el estado de la crítica literaria. Uno de los artículos planteaba la imposibilidad de escribir crítica de poesía. Si el poema es ante todo una interrogación sobre el estado latente de la lengua, sobre el sentido de las palabras, la crítica de poesía debería intentar ser la interrogación de la interrogación, el sentido del sentido, y de allí su dificultad extrema.

|

Ordenando viejos papeles –es decir, cambiando el desorden de lugar–, fui a dar con un suplemento cultural de un diario hoy desaparecido en el que se discutía sobre el estado de la crítica literaria. Uno de los artículos planteaba la imposibilidad de escribir crítica de poesía. Si el poema es ante todo una interrogación sobre el estado latente de la lengua, sobre el sentido de las palabras, la crítica de poesía debería intentar ser la interrogación de la interrogación, el sentido del sentido, y de allí su dificultad extrema. ¿De qué habla un poema? Difícil saberlo. Por mi parte (como lector, ya que crítico no soy; críticos son siempre los demás), encuentro apenas una diferencia entre poesía y narrativa: en las novelas las palabras van una detrás de la otra y en un poema una debajo de la otra, eso es todo.
En última instancia, esa creencia (errónea) en la imposibilidad de la crítica retoma la idea de Harold Bloom sobre la desaparición misma de la poesía (sin objeto, tampoco hay crítica). La tesis de La angustia de las influencias es bastante conocida: la historia de la poesía se juega en una hilera de malas interpretaciones entre poetas vigorosos, en la que cada uno de ellos se levanta contra el anterior, hasta llegar al punto pesimista en el que ya no hay más poetas vigorosos y la propia poesía corre el riesgo de extinguirse. De allí que sobre un gran poeta contemporáneo como John Asbhery, Bloom escriba esta frase casi cruel: “En Asbhery reconozco una fuerza en lucha contra la muerte de la poesía, pero, al mismo tiempo, el gran cansancio de llegar tarde”. Bloom acierta en entender la poesía como un combate. Pero también otra de las funciones de la lectura es detectar el momento en que se está frente a un texto extraordinario. Por ejemplo, recientemente apareció un gran libro de poesía: La mitad de la verdad. Obra poética reunida 1982-2007, de Irene Gruss, publicado por la editorial Bajo la Luna. Es un volumen de casi 350 páginas (compuesto por siete libros originales y algunos poemas inéditos), y me es difícil describirlo en los 1.200 caracteres que restan hasta terminar esta columna (¡tendría que haber empezado a hablar antes sobre Gruss!). En la poesía de Gruss aparece una serie de preocupaciones (la relación entre experiencia y memoria, la capacidad del lenguaje para asir esa relación) pero hay una pregunta –que de manera intersticial asoma a lo largo de su recorrido poético– que me parece central: la sospecha de la relación entre mito y poesía, o de la poesía como mito. En el prólogo al primer libro de Gruss, Jorge Aulicino señala casi al pasar que el libro está condicionado “por el miedo a que se confunda mito con tontería”. La frase es de 1982. Pero al leer el conjunto posterior de poemas, esa primera intuición podría reformularse de la siguiente manera: hay en Gruss una preocupación por poner entre paréntesis el mito, por dejarlo en suspenso, por sacarle al mito de la poesía su poder ilusorio. Y lo logra ejerciendo un cuestionamiento radical a la posibilidad del lenguaje de comunicar. El poema no es comunicación, no es transparencia cotidiana, pero tampoco revelación (no accede a ningún tipo de verdad o, en todo caso, accede sólo a “la mitad de la verdad”). En pugna con esos dos mitos, escribe: “Tiene problemas con su lenguaje:/habla y no se le entiende,/escribe y no se le entiende./Ironiza sobre todo”. O en otro poema: “Esta es una confesión muy personal:/He perdido casi absolutamente/la curiosidad por el mundo./Si no escribo la primera frase, la segunda/se pudre por exceso.” Y en un tercero: “Mi voz dice lo que no quiero decir,/mi voz tiene otro tono,/lo que quiero decir no lo dice, dice otra cosa./Lo que no digo a veces lo dice mi voz/o el silencio, el mío, lo dice pero/no se entiende”. En Gruss, la poesía se opone tanto a la comunicación como a la iluminación (esos dos mitos de plenitud). Dicho de otro modo: la poesía se escribe como un estado de vacilación.