A diferencia de otros países del continente, y a pesar de su industrialización y urbanización relativamente tempranas, la Argentina ha carecido de una izquierda electoralmente vigorosa.
A partir de la Revolución Francesa se perfilaron en el mundo una izquierda “revolucionaria” (dominada inicialmente por el marxismo y el anarquismo) y otra “reformista” (socialdemócrata). La Revolución rusa consolidó la versión bolchevique del marxismo y el anarquismo se fue diluyendo. Contra las expectativas de los marxistas decimonónicos, el bolchevismo fue exitoso en países poco industrializados: Rusia primero, China después, Cuba más tardíamente. La socialdemocracia, a su vez, siguió afianzándose en muchos países. En la Argentina ninguna variante de la izquierda logró conmover el tablero político, ni siquiera el socialismo, que al despuntar el siglo XX parecía llamado a alcanzar un crecimiento mayor del que tuvo. El socialismo -socialdemórata por esencia- y el comunismo disputaban los espacios de una izquierda con vocación universalista, coexistiendo con variantes del sindicalismo; nuestro país conoció también el crecimiento de un tipo de “izquierda nacional”. Todas esas corrientes produjeron dirigentes e intelectuales en la misma medida que en otros países; pero de hecho entre nosotros nunca fueron una alternativa electoral de peso más allá de algunos ámbitos provinciales o locales. La “izquierda nacional” llegó a salpicar al radicalismo argentino (el de la UCR) y echó raíces en el peronismo.
Con el correr de las décadas algunas cosas cambiaron. La revolución cubana impactó sensiblemente, impulsando la radicalización en detrimento de los socialdemócratas; en particular, contribuyó a sepultar la línea de la llamada “vía democrático burguesa” del comunismo pro soviético, que había sido adoptada a partir de la alianza de la URSS con el bloque occidental en la segunda guerra -lo que en la Argentina se reflejó en la Unión Democrática-. Una parte de la izquierda se hizo revolucionaria por la vía armada y planteó la estrategia subversiva, sin éxito. Superado el ciclo militar, en 1983, ninguna expresión política de la izquierda logró alcanzar los dos dígitos de caudal electoral.
En las últimas décadas el país ha conocido otra expresión de la izquierda, el kirchnerismo, que retoma algunas banderas de la izquierda revolucionaria de los años 70 e intenta reinsertar esa línea de pensamiento en el espacio peronista, y propugna un régimen económico de capitalismo controlado por el Estado. En el balance final, el peronismo conserva sus anticuerpos y resiste el intento de “izquierdización”, y la tradición del pensamiento de izquierda se divide frente a este fenómeno. En las páginas de PERFIL, días atrás, dos intelectuales de izquierda -Horacio González y Beatriz Sarlo- dialogan convocados por el director del diario y escenifican la situación: una izquierda “nacional” adhiere al kirchnerismo y defiende algo así como una democracia “popular”, otra izquierda rechaza al kirchnerismo y se proclama socialdemócrata y republicana.
Esa escenificación muestra lo que ambas vertientes tienen todavía en común. González se sostiene en la idea de “pueblo”, en ningún momento definida, y desvaloriza la globalización; Sarlo en la idea de un orden institucional que garantiza igualdad de derechos para todos. Eso los separa; pero ambos coinciden en que la “igualdad” distributiva es un valor superior al crecimiento de la economía, que sólo puede alcanzarse mediante intervenciones gubernamentales y requiere que quienes más tienen cedan parte de su riqueza a quienes tienen menos -Sarlo sugiere que deben hacerlo más bien voluntariamente, González más bien compulsivamente. El desarrollo económico capitalista por sí solo no puede generar una mejor distribución (me pregunto qué piensan que sucedió en Estados Unidos, Canadá o Australia); aumentar los impuestos a los más ricos es más importante que promover inversiones.
Ninguno de los dos habla de la inflación. Esa palabra no aparece en las ocho páginas que transcriben el diálogo. Coinciden, también, en su vocación “ecologista” ante la actividad minera y otras. Parece implícito que si se votase al respecto, la mayoría rechazaría esas actividades presuntamente amenazantes del equilibrio ambiental (En nuestro país ha habido encuestas de opinión, a falta de plebiscitos, en los que los registros de la opinión muestran exactamente lo contrario: mucha gente prefiere mantener o abrir más fuentes de trabajo antes que proteger el medio ambiente a largo plazo; su tasa de descuento del futuro no coincide con la de los intelectuales).
Los debates de ideas son siempre interesantes. Los programas políticos requieren siempre un ingrediente de sintonía con las demandas de distintas partes de la población. Es posible que el secular fracaso electoral de la izquierda en la Argentina tenga mucho que ver con esa débil sintonía con las expectativas de los votantes.
*Sociólogo.