Una se olvida de algo por dos ¡dos!, dos veces, momento en el cual una decreta que lo que pasa es que una ha llegado a esa edad provecta en la cual una se olvida de todo: de adónde dejó los anteojos, de lo que tenía que comprar en el supermercado, de pagar el gas, de llamar a la consuegra que hoy cumple años, de pedir hora para el dentista, y de varias diligencias más de las cuales también ya se ha olvidado. En ese deplorable momento una decide que la amnesia total es inevitable y que la semana que viene ya se habrá olvidado de cosas como su estado civil (“viuda feliz”, dice una amiga cada vez que en una oficina le preguntan eso del estado civil), la propia dirección postal, los nombres de los nietos y la fecha para pagar el crédito que le dieron hace años ya en la tienda del barrio y a sola firma porque la conocen desde siempre.
Y además concluye que siendo la situación inevitable puesto que no se sabe aun de calendarios que hayan retrocedido, de ahora en adelante va a tener que depender de algún lazarillo a mano, de esos que hay en todas las familias, todos los barrios, todas las ciudades países continentes, en fin, todo el universo, para poder seguir viviendo. Es un momento atroz, paliado solamente por el ánimo que le dan a una las amigas cuando le dicen no te preocupés, a mí me pasó lo mismo pero me las arreglé bien en cuanto me acostumbré, vas a ver que no es tan terrible. No me vengan con esas: es terrible.
Claro que en medio de la tragedia una recuerda (vagamente) que todos los nubarrones tienen una orla luminosa, como dicen los yanquis, pero en inglés, ellos que son tan prácticos y tienen recetas para todo y especialmente en las películas aptas para todo público. Por suerte el consuelo llega rápidamente, no sé si en todos los casos pero en este seguro que sí, y una se dice que si tanta gente (padres, abuelos, padrinos, propios y ajenos) pudo arreglárselas para seguir viviendo, yendo al cine, leyendo el diario, haciendo las compras del día o de la semana, guardando los suéteres en el estante correspondiente del ropero, etcétera, una también puede arribar a buen puerto y saber, por lo menos en el momento y tal vez incluso con suerte en los años venideros, dónde guardó la póliza del seguro del auto y cuándo tiene que ponerse la segunda dosis de la vacuna antigripal. Y además “anotá todo m’hijita, que si no una se olvida”, aunque después una justamente se olvida de dónde dejó las anotaciones en las que constaba todo eso de lo que no debía olvidarse.
¿Qué se puede hacer? Posiblemente nada. O por lo menos eso es lo que le dice a una el primo segundo del marido, que es neurólogo. Pero maldito sea, tiene una ganas de decirle, ¿tantos años estudiaste y resulta que fue para decirme que no sabés nada? Andá, chanta. Eso cuando una tiene confianza con el tipo que al fin y al cabo no es de la familia directa de una sino de la política; familia, digo. Y sin embargo hay gentes optimistas y emprendedoras que sostienen que se puede y que por qué no te anotás en uno de esos grupos de recuperación y conservación de la memoria. Cosa a la que una se resiste porque ¿cómo va a ir una a esas reuniones de viejas y viejos más decrépitos, mucho pero mucho más decrépitos, que una y al comprobar la decadencia de esos pobres tipos, verse invadida por el terror de llegar a ser como ellos, eh? No, nunca, jamais, never, nevermore como dijo el cuervo en el poema famoso del bardo famoso.
No sé qué pasa después porque, le aseguro, estimado señor, que no he llegado aún a esos extremos de decrepitud y olvido. Bueno, dicen que la bendición de la memoria es el olvido y sospecho que tienen razón aunque no autor (esas frases sabias que todo el mundo repite no suelen tener autor) porque debe ser terrible no poder olvidar las penitencias en la infancia, las desdichas en la adolescencia, las vacilaciones en el umbral de la edad adulta, las responsabilidades durante el ejercicio del puesto que a cada quien le toca o que con mayor suerte cada quien elige a partir de todo eso, más la perspectiva de un futuro incierto… o peor, certísimo.
Y sin embargo, aunque seamos seres de final y olvido, también lo somos de palabra, de obra y de memoria. Hay un remedio, lo hay, querida señora, y consiste en vivir de acuerdo con una misma. Sí, por supuesto, para eso hace falta toda una vida de educación y arduo trabajo, de recuerdos y de olvido. A no aflojar, estimado señor, se puede; se puede, como dicen los maestros de yoga o de esgrima o de diversos catecismos. A no aflojar que a la vuelta de la esquina nos esperan el sol del veinticinco, la luna del arrabal, Miss Mundo y mi abuela tejiendo escarpines para las noches de invierno. A no arrugar y a arremangarse que está todo por hacerse, yo sé lo que le digo.