Me gusta viajar en colectivo. Una tarde, en un viaje largo, sentado en los asientos del final, tuve la suerte de que a mi lado estuvieran dos chicas peruanas. La que estaba pegada a mí tenía un teléfono conectado a su oído por un cable y hablaba con alguien, un hombre, pude conjeturar. Como el viaje era largo –tanto para ellas como para mí– pude armar qué tipo de conversación estaban llevando. Era un coqueteo. El tipo les preguntaba cosas y la chica que estaba a mi lado le contestaba mientras la amiga se mataba de risa. Le estaban hacienda el uno-dos al hombre que, presumo, era joven. Se me ocurrió que las podría haber conocido en un trabajo, en un boliche o en un chateo o en Facebook y que ahora, mediante el celular, seguía el ritual del levante. Yo no escuchaba lo que decía el tipo, así que tenía que armar la historia con lo que le respondía mi amiga de al lado. Estaba como en una novela de Manuel Puig, donde no hay un narrador que organice. Entonces, en un momento, la chica de al lado dijo: “¿Qué querés saber de mi papá? Mirá, mi mamá me dijo que mi papá murió en la Guerra de las Galaxias”. Qué genial, pensé. Y me acordé inmediatamente de Ricardo Zelarayán. Y de su libro de poemas editado por Corregidor en el 72, La obsesión del espacio, una obra maestra de nuestra poesía que tiene, después de los poemas, un posfacio donde Zelarayán reflexiona sobre el arte de escribir. Uno diría que Zelarayán escribió ese libro sólo para poder dar cuenta de ese posfacio. Este al empezar dice: “Hoy estaba almorzando en una pizzería y oí una conversación telefónica del cajero que estaba detrás del mostrador: escúcheme don Juan –decía el cajero–, la verdad es que cuando hablo con usted salen cositas”. Así, cositas, como lo que decían mis amigas peruanas. Y Zelarayán remataba: “No existen los poetas, existen los hablados por la poesía”.
Ricardo Zelarayán hablaba y leía en francés y en inglés; sus amigos de generación (Germán García, Luis Gusmán, Osvaldo Lamborghini) le decían el franchute, cosa que a él lo enaltecía ya que a ellos él les decía, cariñosamente “los analfa”. A los franceses les gustan mucho más que las obras el comentario de las obras. ¿Cómo empezó esto? Según T.S. Eliot en su hermoso ensayo De Poe a Valéry, el hombre que inoculó la pasión por la especulación fue Edgar Alan Poe, quien en su famoso poema El cuervo agrega en esa misma edición una filosofía de la composición de ese poema. Baudelaire, Mallarmé y Valéry fueron impactados por ese texto compositivo de Poe y metabolizaron su influencia cada uno a su manera. Lo primero que explica Eliot es que ninguno de los tres poetas leía perfecto inglés y esto, que podría ser un problema para entender a Poe, termina siendo esencial: “Resulta posible que al leer algo en un idioma que sólo entiende imperfectamente, el lector encuentre algo que en realidad no está ahí. Y si el lector es alguien de genio, el poema extranjero leído, por feliz accidente, puede hacer surgir de las profundidades de su mente algo importante que atribuye a lo que está leyendo. La verdad es que, al traducir al francés la prosa de Poe, Baudelaire la mejoró sorprendentemente, transformó lo que era con frecuencia una prosa inglesa y vulgar en un francés admirable”. Quedémonos acá. Las lecturas “malas” son mejores que las lecturas buenas. Oscar Masotta trayendo a Lacan, sin saber francés, consigue mediante el genio volver productivo a Lacan que, ciertamente, es imposible de entender a menos que seas Lacan. Sin embargo, las interpretaciones sobre conceptos creados por Lacan suelen ser, si están en manos de genios, muy buenas. Lo mismo hizo Roberto Arlt al pasar del ruso –que no leía– las maquinaciones dostoievskianas al empedrado porteño. Ahora mismo se está desarrollando en Puerto Rico el Congreso de la lengua pero, se sabe, la lengua que es mestiza, inestable, inesperada, no suele estar en esos congresos. Como dice Zelarayán, está, si escuchamos, con toda su potencia, en lo que habla un cajero detrás del mostrador de una pizzería: “Cada vez que hablo con usted salen cositas”.