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Seguir pensando en términos de subsunción de la vida al capital es imprescindible.

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Leo en las clases de los años 1964-1965 de Theodor W. Adorno (Sobre la teoría de la historia y de la libertad, Eterna Cadencia, Buenos Aires, 2019, traducción de Miguel Vedda) una larga frase, tan oscura como verdadera: “En el Este y el Oeste, la red de la sociedad se comprime tanto porque la concentración de la economía, el poder de disposición y la administración se intensifican tanto que los seres humanos se degradan cada vez más a funciones. Lo que queda de libertad asume el carácter de epifenómeno, de vida privada soñada; no es sustancial en el sentido de que los seres humanos se determinan a sí mismos, sino que ellos solo son dejados en libertad hasta nuevo aviso en sectores individuales porque, en realidad, de otro modo no soportarían esto. Incluso en la esfera del consumo, como significativamente de denomina aquello que antes se llamaba goce, se han convertido ahora en apéndices de la maquinaria. No se produce en beneficio de los seres humanos –su consumo solo hace valer sus propios deseos de manera muy mediada y en un volumen limitado–, sino que ellos deben tomar lo que escupe la maquinaria de producción. La libertad se convierte en insignificante, mísera, escasamente en posibilidad de conservar la propia vida”.

La primera clase comienza diciendo “Cuando uno se hace viejo…”. Adorno morirá cuatro años después de estas clases, pronunciadas en medio de la ebullición de los 60, unos años antes del 68, un lustro después de la Revolución cubana. En relación con el problema de la libertad, la crítica al capitalismo tardío –como al socialismo real– es frontal, pero esa crítica necesaria abarca también a los movimientos contraculturales, a la nueva izquierda, y a cualquier otra posibilidad de encontrar un resquicio ante lo que en las clases nombra como “la maquinaria”. Estos cursos de la vejez son el testimonio de un pesimismo radical.

En Marx y Foucault (Cactus, Buenos Aires, 2019, traducción de Fernando Venturini), Antonio Negri –mitad autobiográfico, mitad teórico– vuelve sobre el modo en que esa juventud europea de izquierda cuestiona a un Adorno que, para ellos, toma un cariz conservador y ajeno a cualquier perspectiva de cambio: “La temática de la alienación recorría el conjunto del contexto teórico [de la Escuela de Frankfurt]; vale decir que la entera fenomenología de la acción y la historicidad de la existencia se consideraban completamente absorbidas en el diseño capitalista de explotación, por la producción capitalista del poder sobre la vida. Demonizada la tecnología, realizada así la dialéctica de la ilustración, la subsunción de la sociedad al capital se presentaba como definitiva. Para los revolucionarios no quedaba más que esperar el acontecimiento que reabriera la historia; para los que no eran revolucionarios, solo quedaba adecuarse tranquilamente al destino, en calma. Naturalmente, ante esta –a veces inerme– toma de conciencia de la subsunción de la sociedad al capital, se producían resistencias (…) un punto de vista de ruptura contra la plácida –o sufrida– aceptación de la prepotencia totalitaria del capital en sus dos formas de gestión, liberal (fascista) y/o socialista (estalinista)”.

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