Cuando ya estaba harto consagrada, Marguerite Duras combinó sus ficciones con artículos que publicaba en Le Monde, Libération, France Observateur y Vogue. “Siempre me gustó –decía– la urgencia del periodismo. El texto debe tener en sí la fuerza, y por qué no, los límites del apuro con el que ha sido redactado, antes de ser consumido y descartado”. En uno de ellos dio a conocer su particular visión sobre Christine Villemin, una mujer de Lépanges-sur-Vologne, un diminuto pueblo francés, acusada, durante un tiempo, de haber matado a su hijo de cuatro años.
Uno de los temas más explotados por Netflix es el crimen de la vida real. Especialista en producir asesinos seriales, Estados Unidos lidera el ranking, pero hay espacio para otros países y ahí está Gregory, serie documental dedicada a mostrar las idas y vueltas del dramático derrotero de la familia Villemin, que se prolongó durante años acaparando el interés de cronistas de todos los medios, Duras incluida. Asegurando que para una escritora de su clase lo mejor era confiar en la “propia intuición”, se negó a ver el material resultante de las investigaciones que poco después probarían la inocencia de Christine.
El mix de misticismo y prescindencia de datos concretos la llevó a imaginar al pequeño Gregory como una víctima fatal del desasosiego filicida de su madre y a escribir un artículo titulado “Sublime, verdaderamente sublime, Christine V.” que abunda en esta clase de apreciaciones: “Sucede que las mujeres no quieren a sus hijos, ni su casa, que no son las mujeres del hogar que se esperaba de ellas. Que no son tampoco las mujeres de sus maridos. Que no son buenas madres, que no son fieles, y que a pesar de eso soportaron todo el matrimonio, la cama, el niño, la casa, los muebles”. El texto fascinó al juez a cargo del caso (autoproclamado fan de Duras y destituido luego por incompetencia) en trágica consonancia con el parecer de algunos periodistas amarillistas y un sector corrupto de la policía. Como resultado, Christine pasó un tiempo en la cárcel por un crimen –acaso el peor de todos– que no había cometido.
“Educarse mediante fotografías no es lo mismo que educarse mediante imágenes más antiguas (...) Al enseñarnos un nuevo código visual, las fotografías alteran y amplían nuestras nociones de lo que merece la pena mirar y de lo que tenemos derecho a observar. Son una gramática y, sobre todo, una ética de la visión”, escribió Susan Sontag, recientemente expuesta en una actitud de extraordinaria torpeza, gracias a un documental sobre Helmut Newton.
Enfáticas al juzgarlo como un cultor del empoderamiento femenino, muchas de las célebres retratadas por el gran fotógrafo alemán, como Isabella Rossellini, Charlotte Rampling, Grace Jones, Anna Wintour, Carla Sozzani, Arja Töyrylä, Marianne Faithfull y Hanna Schygulla, dan sus testimonios aportando detalles sobre el sistema de trabajo de Newton, que siempre incluía a su esposa, actriz y colega, June Browne, (fallecida el 9 de abril pasado) y coinciden en que fue lo suficientemente perspicaz y temerario para colar, desde su epicentro, críticas muy filosas al mercado de la imagen publicitaria y al tan excitante como polémico universo de la moda. En contraste con estas bellas actrices y modelos, Sontag hace una entrada estelar mediante un archivo televisivo rescatado para la ocasión en el que se la ve increpar al artista diciendo “Considero que sus fotos son muy misóginas y, por ello, desagradables”, a lo que él responde, algo perplejo: “Pero si yo amo a las mujeres” para que Sontag replique “Eso lo dicen muchos misóginos”, clausurando el diálogo con la vieja práctica del argumento ad hominem.
La cancelación retrospectiva no cayó sobre Duras pese a su deleznable intervención en el caso Villemin, ni Sontag fue desacreditada en el mundo de la fotografía, pese a no haber comprendido a uno de los exponentes más importantes que dio el rubro en el siglo XX. Una feliz tolerancia al error, al prejuicio y a la excesiva confianza en la propia opinión que, ojalá, corra para todos y por siempre, como un derecho inapelable.