La Argentina sabe que va a votar, pero ignora qué va a votar. La tilde en la e es estratégica: estas octavas elecciones de renovación del Congreso desde 1983 son desesperantemente precarias.
Una retórica imbécil y, sobre todo, estéril ha sido protagonista central. Sus cultores no tuvieron escrúpulos en apelar a esa arquitectura de la banalidad. Ignoran la gravedad de sus ramificaciones.
Una sociedad que debate sus asuntos embriagada en la nube tóxica de la ampulosidad no sabe diagnosticar sus problemas ni prescribir sus remedios. Esa es la Argentina, grandilocuente, ineficaz, híper ventilada, reiterativa.
El 29 de junio debería inaugurar un ciclo diferenciado, necesidad de improbable pero no imposible consumación. Es de gravedad colosal el destino que aguarda si no se cambia de foco y se reformatea el debate político nacional.
Una mera pizca de realismo moral revela que rodamos cuesta abajo. Se vota hoy porque el Gobierno vio al mundo caerse a pedazos. Eran mentiras. No se cayó, ni chocaron los planetas. Cambiaron la ley acuñada por ellos mismos en 2006 para dar previsibilidad a los ciclos y asegurar a todos los actores un orden razonable.
Se vota hoy porque las noticias del segundo semestre serán deprimentes. Elecciones adelantadas y, lo que es peor, valiéndose de una mayoría parlamentaria que esta noche tal vez ya sea un recuerdo, pero de consenso, nada. Las cabezas del kirchnerismo dicen que el consenso es basura neoliberal, dañina droga adictiva que amenaza a los pueblos fuertes.
Embarcados ya en la montaña rusa de la distorsión más desaforada, promulgaron la vida virtual: se candidatean personas a cargos que no asumirán. Dan –dicen– “testimonio”.
Otros episodios repulsivos: un juez encausa a un enemigo del oficialismo dentro de la guerra intestina del peronismo, un oscuro sujeto se candidatea desde la nada porque se llama igual que un rival del Gobierno, burda y bochornosa manera de rasparle votos al adversario.
Como todo se conecta, el adelantamiento compulsivo de la fecha electoral destruyó de un saque la posibilidad de elegir candidatos de manera participativa y democrática. Demolidas las internas partidarias, emergió, rotundo y triunfal, el sistema oligárquico y feudal de candidatos y listas elegidos a puro dedo. Así lo quiso el oficialismo y los opositores no pudieron hacerlo de otro modo.
La “reforma” política con la que el Gobierno se hizo buches de virtud cívica no sólo no fue encarada, sino que la sepultó bien hondo. Se vota con un sistema electoral vetusto y vergonzoso, con boletas de papel que hace un siglo simbolizan el atraso cerril de la Argentina. Pura manualidad y artificios criollos: entrar, buscar la boleta, encontrarla, fraccionarla o no, ensobrarla, meterla en la urna, un festival de prácticas del Novecientos en un país que, al lado de Brasil, Uruguay y Chile, padece un arcaísmo penoso.
Es natural la desconfianza generalizada y la transparencia esmerilada. En perfecta armonía con este sistema obsoleto, la hipocresía reina soberana, ya que el control de las elecciones, absurdamente amateur, queda en manos de fiscales supuestamente vocacionales y militantes que, ante la realidad de la anomia nihilista prevaleciente, son reemplazados por profesionales y punteros.
A nueve mil trescientos días del 30 de octubre fundacional de 1983, cuando las Fuerzas Armadas convocaron al pueblo a votar, en la Argentina las elecciones siguen siendo manejadas por el Poder Ejecutivo. No hay institución civil que lo haga de manera irreprochable y ajena a las pasiones oficiales.
Esta noche puede ser lamentable. El sol se esconde temprano en el meollo del invierno y contar votos será un trámite nocturno, lo que no hubiera ocurrido de votar de modo legal, en octubre. En el desolado y temible Gran Buenos Aires, ¿cuántos fiscales de mesa querrán regresar a sus casas en la oscuridad aliada al delito?
Pero no es saludable engañarse: los vicios técnicos arrastrados desde 1983 encubren miserias profundas del sistema. Lo que denominamos, por comodidad del lenguaje, democracia argentina se parece mucho al nombre de una enfermedad. ¿No decía Sartre en la Francia colonial de fines de los 50 que su país era el apellido de una dolencia? Sin territorios de ultramar, la Argentina aspira a esa categoría, chapoteando en el humor denigrante de los recursos más pedestres.
No es técnico el problema: los principales rentistas de la pobreza saben (o intuyen) que su negocio es que el sistema agonice sin morirse, en deslegitimidad crónica.
¿Queda algo del coraje, la dignidad y la soberanía del pueblo? Este statu quo es insostenible y sin embargo puede eternizarse. Sin sujetos políticos vigorosos y mayoritarios que lo interpelen y modifiquen, la Argentina puede arrellanarse en una mediocridad política sin plazo fijo.
Sólo un brutal cambio de mentalidad y una audacia cultural y filosófica de vastos alcances pueden revertir este ocaso penoso. Una política sin partidos, un Estado confiscado por la facción dominante, una desacreditación desesperante de las ideas, un personalismo agresivo e hiriente son rasgos dominantes de esta democracia devaluada y escuálida.
Vienen momentos de ulterior gravedad. Es evidente que mucho se ha ocultado y desfigurado por conveniencia proselitista, pero toda basura oculta bajo las alfombras del deseo termina emergiendo. Puede haber una tonelada de dolor esperando al país tras el “escollo” de hoy, como en su oportunidad la Presidenta calificó a estas elecciones.
¿Será nuestra vida más miserable a partir de mañana? Una módica alusión personal: cuando voté en 1985, tras el exilio, tenía 40 años y era la cuarta vez que lo hacía (1963, 1965 y 1973 fueron las otras ocasiones). Tres veces en 22 años de mayoría de edad, un sufragio cada siete años. Prehistoria: ahora votar es plebeyo y rutinario. Lo vaciamos y le obliteramos su sentido civil. Ese abismo es hoy la foto de nuestra indigencia.
Votar servía pero no podíamos. Hoy podemos, pero lo volvimos inocuo. Hay que reconquistar su sentido, como sea.
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