“Los campos de concentración alemanes constituyen algo único en la no obstante sangrienta historia de la humanidad; al viejo fin de eliminar o aterrorizar al adversario político, unían un fin moderno y monstruoso, el de borrar del mundo pueblos y culturas enteros.”
Primo Levi, Si esto es un hombre. Es posible que sea novata en estas cuestiones. Después de todo, hace poco que, al menos públicamente, las violaciones a los derechos humanos le producen inquietud. En una carrera política de casi cuatro décadas, quizá pueda juzgarse que ella llegó tarde a tomar conciencia de valores demasiado esenciales como para haberlos relegado tanto tiempo. Pero no es inexorable que los que llegan tarde carezcan necesariamente de mérito. En el totalitarismo contemporáneo no son escasos los ejemplos de personas decentes y talentosas que sólo tras lapsos incomprensiblemente largos se enteraron de tragedias horribles y conocidas, y que, sin embargo, hasta ese momento les eran irrelevantes.
El británico George Orwell, el húngaro Arthur Koestler y el francés Jean-Paul Sartre demoraron en tomar nota de las atrocidades del comunismo. No por eso sus definiciones posteriores quedan devaluadas por un pendenciero “¿Cómo, y recién ahora se enteran?”. En la historia de la ideas, pero sobre todo en el mundo intelectual, hay incontables casos de valiosas personalidades ciegas y sordas a iniquidades denunciadas públicamente, hasta que, de pronto, supieron todo y, más aún, condenaron todo, de manera vociferante y belicosa. Los conversos operan así: cuanto más tiempo haya callado, con mayor furia me consideraré el más virtuoso e intransigente fiscal moral.
La Argentina supo desde 1976 que las Fuerzas Armadas desarrollaban una sistemática y completamente ilegal cacería y aniquilamiento de personas, en su campaña contra el accionar del terrorismo. En 1977 esa campaña viciosa y brutal era conocida en todo el mundo civilizado, con particular excepción del bloque soviético, Cuba incluida, donde criticar al régimen militar argentino estaba explícitamente vedado o, al menos, acotado.
Ya para 1978, era imposible alegar ignorancia o demencia: el Mundial de Fútbol de Videla y Massera fue ocasión para que en Francia, Gran Bretaña, Holanda, Alemania, Canadá, Estados Unidos, Italia y España se documentara la inocultable barbarie en acto en la Argentina. Sin embargo, militantes políticos y figuras del mundo del arte y la cultura prefirieron no ver, no creer y no admitir que tamañas abominaciones sucedían en la Argentina. Un famoso dramaturgo de izquierda declaró haberse enterado, en Europa y recién en 1980, de que en la Argentina había miles de desaparecidos y torturados.
No lo juzgo negativamente. Cada uno con su infierno particular. Lo inaceptable es que mentecatos de antes sean feroces cruzados de hoy. Porque ¿dónde estaban en 1984 los que acusaron en 2004 a la democracia de hacer “silencio” sobre derechos humanos? En sus casas, desde luego, avalando el apoyo del Partido Justicialista a la autoamnistía proclamada por las FF. AA. antes de irse del gobierno, y negándose a integrar la Comisión Nacional sobre Desaparición de Personas que produjo el Nunca más.
Dirigente principal en aquellos tiempos de la Juventud Universitaria Peronista (JUP) liderada por Montoneros, el hoy legislador kirch-nerista Miguel Talento asegura ahora que las leyes de Punto Final y Obediencia Debida “ensombrecieron” la sentencia de la Justicia que juzgó y condenó a las juntas militares. Aquel juicio, dispuesto por Raúl Alfonsín, sigue siendo hoy caso único en el mundo, sin precedentes hasta 1985, y sin sucedáneos desde entonces hasta hoy. A Videla y Massera los indultó un gobierno peronista.
Sin embargo, en la Argentina prevalece, y no sólo desde el Gobierno, la pretensión enfermiza de devaluar ese juicio y las condenas a los comandantes, deshechas por Menem. Núcleo de acero del pensamiento oficial: antes de nosotros, el desierto; después de nosotros, el diluvio. Aunque irritan las banalizaciones infantiles de los neodivulgadores de la historia, ¿no es mucho más grave que ese mecanismo (armar relatos de potente cinismo que distorsionan la desnuda integridad de los hechos) sea perpetrado ahora desde atriles políticos y sitios de poder?
Otra vez, Talento: para armar su escenario actual de cara al pasado, menciona “la muerte de Rucci”. ¿La muerte de Rucci? Entonces, sigamos así: la muerte de Manuel Dorrego, el fallecimiento de Felipe Vallese, el deceso de Juan José Valle.
El secretario general de la CGT José I. Rucci fue asesinado por los Montoneros el 25 de septiembre de 1973, a 48 horas de que el general Perón recibiera el 62 por ciento de los votos para presidente de la Nación. Todavía recuerdo la sonrisa radiante de Dardo Cabo aquella tarde en la redacción de El Descamisado en la calle Jujuy, al día siguiente del crimen, y su gestual pero elocuente aceptación de quienes habían sido los asesinos del jerarca sindical.
También mataron a Vandor, Alonso, Coria y Kloosterman, entre otros notorios caciques gremiales. La honestidad intelectual es o debería ser contar las cosas como fueron. La represión ilegal en el gobierno de Perón instalado el 12 de octubre de 1973, algo que el justicialismo, de izquierda a derecha, se niega cerrilmente a admitir, se patentiza ya el 21 de noviembre de ese año, a 40 días de que el Líder asumiera. Ese día el dirigente radical Hipólito Solari Yrigoyen es víctima de una bomba que casi le arranca las piernas y le produce heridas gravísimas. Faltaban todavía siete meses para que Perón muriera.
Por estos antecedentes, es coherente que ahora la enviada especial del Gobierno equipare a la Shoá con las matanzas de la represión ilegal en la Argentina de los “años de plomo”, como ella acaba de hacer en París. Tales argumentos, bastos y de chatura imposible, ni merecen aclaraciones. Integran la misma autorreferencialidad ostentosamente argentina, de acuerdo con la cual todo lo que sucedió antes se explica con categorías de hoy (¿no dicen, acaso, que Mariano Moreno fue el primer “desaparecido” de la historia argentina?) y todo lo acontecido de horrible en ultramar fue equiparado y superado por nosotros.
En verdad, la Shoá, el bastante exitoso proyecto alemán de exterminio del pueblo judío, tiene el espantoso rasgo de ser un acontecimiento de características hasta ahora únicas. La Argentina que gusta llamarse “progresista” niega las duras evidencias cuando describe el vocablo y el significado exacto de la noción de genocidio.
Los crímenes masivos perpetrados en este país durante aquella era siniestra, en cambio, no apuntaban a destruir una entera colectividad, una etnia o una grey religiosa. No fue un genocidio. Aun sin ser genocidio, fue tragedia, pero no emparda el descomunal sentido simbólico y material de la Shoá, ese crimen de crímenes.
Inmerso en la frivolidad nacional, el poder tiene apetito obsesivo por equiparar y superar lo que afuera sucede. Vano intento. Ni lo previo a ellos fue el cero absoluto, ni luego de ellos se regresa al infierno. También en la crónica de la condición humana, el Gobierno insiste en mostrarse hirientemente pagado de sí mismo.