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opinión

Devolverle a la lengua

El tiempo pasa tan lento que se vuelve velocísimo. Son horas maravillosas, como una eternidad feliz en miniatura.

06-11-2021-logo-perfil
. | Cedoc Perfil

Escribo estas notas en la habitación 704 del hotel en el que vivimos. Desde la calle llega el atardecer, la luz se vuelve tenue, y no logro encender el velador: frente a mi mesita de luz hay varios botones, no consigo dar con el bueno y, en cambio, aprieto un interruptor que, sin cesar, sube y baja una persiana mecánica ante la ventana, en una escena que bien podría recordar a Mi tío, de Jacques Tati. El tiempo pasa tan lento que se vuelve velocísimo. Son horas maravillosas, como una eternidad feliz en miniatura. Ajenos al ruido de la ciudad, por un sencillo sistema de cables y poleas, hago que me suban los diarios y los suplementos culturales. 

Recibo entonces Ñ, y me encuentro con su buena nota de tapa, dedicada al estado de las discusiones intelectuales, llamada “Debates a puro podcast y chicana”. Y tiendo a recordar un viejo dossier, de mediados de los 90, también en el suplemento cultural de Clarín (entonces llamado Cultura y Nación) que, creo, se titulaba “El silencio de los intelectuales”. Creo también, aunque no estoy del todo seguro, que allí escribí por primera vez en Clarín, aunque tal vez no sea así (hace poco, en la Feria del libro, queriendo ir a una presentación de un libro sobre Maradona, entré a otra sala en la que una escritora, sofisticada y brillante, señalaba la nula distancia que hay entre recordar e imaginar). Pues, en ese dossier (en el que escribía Mariano Grondona cuando posaba de progre, cuando Clarín todo entero posaba de progre), yo escribí algo así como que me interesaban los intelectuales que, cuando accedían a los medios masivos, lo hacían para decir algo fuerte, algo que cortara la cadena de lugares comunes del periodismo (cultural, en este caso). Mencionaba a Fogwill, a Horacio González, a Sarlo y, no recuerdo a raíz de qué, decía también que Hebe de Bonafini era casi lo único que volvía respirable una ciudad que se me había vuelto asfixiante. 

Pues el dossier de Ñ de ahora, que tiene un impensado y lejano aire de continuidad (y diferencia: hoy hay están las redes sociales, etc., etc.) con el de hace casi treinta años, incluye justamente una columna de Sarlo, impecable. Es un tema que Sarlo conoce (es decir, vivió y vive) perfectamente, y yo, apenas un parvenu en estas lides, podría firmar punto por punto lo dicho por ella. Pero antes, la mencionada luz tenue me llevó a leer una frase que decía “Lo impreso tiene una fuerza y una permanencia inigualable” como “Lo impreciso tiene una fuerza y una permanencia inigualable”. 

Como la frase no tenía sentido, hice foco nuevamente hasta que mi visión dejó de ser borrosa. Pero, más tarde, la falsa frase se me volvió interesante. Por supuesto, no en el marco de la nota de Sarlo, sino sacándola de contexto, en una digresión (una digresión dentro de otra digresión: a eso me dedico) que retoma cierta idea de imprecisión, o aún más, retoma el par impreso/imprecisión, pero no como sinónimo de confuso, borroso, desdibujado o indefinido; sino como de enrevesado, ambiguo, incluso vacilante. 

Quiero decir: en un tiempo, el nuestro, en el que los discursos hegemónicos (el de los medios, el los flujos financieros, el de la medicina) se estructuran de modo binario (sano/enfermo, ganadores/perdedores, etc.) que la literatura le devuelva a la lengua su carácter polisémico, bien puede ser leído como un contragolpe a la época.