La imagen se mantiene fresca, porque se repitió muchas veces al inicio de esta pesadilla. Es la de Alberto Fernández, Horacio Rodríguez Larreta y Axel Kicillof ofreciendo conferencias de prensa en las que transmitían un claro mensaje a la sociedad: estamos aquí para enfrentar juntos la pandemia, dejando de lado nuestras diferencias políticas.
El Presidente y el jefe de Gobierno habían emergido de las elecciones presidenciales como los dirigentes mejor evaluados, en los que se distinguía un atributo especialmente apreciado por la sociedad, más aún en tiempos críticos: la moderación. En el verano de 2020, antes de la pandemia, se insinuaba una transición de liderazgos: parecía que los moderados sucederían a los radicalizados, desgastados por tantos enfrentamientos.
Los gestos de consenso fueron reconocidos por la población, permitiéndole a Fernández y Larreta alcanzar en abril del año pasado los niveles más altos de imagen personal positiva de sus trayectorias: más del 60% en ambos casos, según el sondeo mensual que Poliarquia realiza desde hace 15 años. En ese momento, Fernández había logrado, además, el 83% de aprobación, algo inédito en la serie histórica de datos.
Durante el interminable 2020 el apoyo al Presidente fue deteriorándose, en consonancia con la pérdida de su imagen de moderación. Eso ocurrió antes por el creciente mimetismo con las actitudes beligerantes de su vicepresidenta, que por la gestión de la pandemia. La imagen de Larreta se resintió menos, lo que le permite ser hoy el líder mejor considerado del país.
De cualquier manera, existen indicios claros de desilusión social que repercuten en la evaluación del conjunto de la clase dirigente. En promedio, todos lo que la integran descendieron en su valoración pública respecto del año pasado, lo que constituye un llamado de atención para ellos. No es muy difícil saber el motivo: la agenda de la política está disociada como pocas veces de la agenda de la sociedad.
Durante esta semana todos los puentes de diálogo entre Fernández y Larreta parecieron haberse roto. Es el peor de los escenarios: récord de infectados, buena parte de la sociedad contra las restricciones, explosión inflacionaria, retraso en la vacunación, diálogo entre los principales dirigentes quebrado. Y alguna caceroleando en lugar de propiciar treguas. Hace un año la gente estaba resguardada, los casos eran pocos y los políticos acordaban. Un retroceso desesperante.
Pero sería superficial cargarle toda la responsabilidad a la clase política. El periodismo empeñado en ahondar la grieta, los que desacreditan las vacunas, los inoculados de privilegio, los corruptos, la ineficacia administrativa, el reparto desigual de vacunas en el mundo y la población indiferente a los protocolos, también son responsables.
Hace unos días, el periodista Jorge Liotti, describiendo con lucidez la situación, hablaba de la derrota de los racionalistas. Podría sumarse a esa derrota la de los moderados. El maestro Bobbio sostenía que para la salud del sistema la cuestión no es ser de izquierda o de derecha, sino ser moderado o radicalizado. En la moderación coinciden la razón y la democracia, por eso su fracaso es tan costoso.
La historia y la literatura muestran que, como escribió George Steiner, donde existe compensación y equidad no hay lugar para la tragedia. Esta ocurre, según el célebre ensayista, cuando “las fuerzas que modelan o destruyen nuestras vidas se encuentran fuera del alcance de la razón o la justicia”. El “habla mediadora”, que distingue al diálogo, aleja la tragedia al recuperar “al otro como otro”, según Maurice Blanchot, un filósofo de la conversación.
Bien podría describirse el devenir político del último año como un deslizamiento del habla mediadora al encono que convoca la tragedia. Semeja la guerra del Peloponeso, el ejemplo que pone Steiner, donde “oscuras fatalidades y sombríos errores de juicio” atrapan a los protagonistas, que “enredados por una falsa retórica y movidos por impulsos políticos que no pueden explicar a conciencia, salen a destruirse entre sí, con una especie de furia sin odio”.
El cuadro político argentino, se ha repetido, muestra una distribución entre moderados y radicalizados que no guarda relación con el alineamiento partidario. Es decir, los hay tanto en el oficialismo como en la oposición. En el oficialismo, la presión constante del ala radicalizada, que concentra el poder político, arrincona a los moderados, donde se destacan gobernadores e intendentes, cuya responsabilidad es administrar.
En la oposición, del mismo modo, los que gobiernan territorios o legislan se muestran más conciliadores, mientras los duros los obstruyen y sorprenden con nuevas reyertas todos los días. Ponen la ideología por encima de la realidad, reduciendo la política a polos irreconciliables. Mientras, el virus destruye a las personas y la economía las empobrece. De uno y otro lado predominan la falsa retórica y la impulsividad que menciona Steiner.
Acaso el alineamiento al que hay que atender es el que diferencia política y burocracia (en sentido weberiano). O administración de la crisis y competencia electoral, para ser más precisos. No es que los administradores no tengan intereses políticos, sino que estos están subordinados a la eficacia de sus decisiones ejecutivas. Se juegan el futuro en el campo de las opciones prácticas.
Por eso, cuando Fernández dice “no importa si pierdo elecciones”, menciona de algún modo la paradoja política del administrador: si las medidas desagradables, que podrían hacerme perder las elecciones hoy, resultan acertadas, pueden permitirme ganarlas más adelante. El burócrata weberiano compra tiempo; el político irresponsable vive en un eterno presente, desentendido de las consecuencias.
Un acertado equilibrio entre administración y política constituye tal vez la hoja de ruta de los líderes que quieran llegar al día después con prestigio. Quizá el que lo está entendiendo mejor es Rodríguez Larreta, pero el Presidente, aunque desafinado, contradictorio y presionado por los ultras, retoma por momentos la vía del “habla mediadora” y acepta conversar.
Por esa predisposición, Fernández y Larreta no componen personajes trágicos, aunque están cercados por actores que sí lo son. Con limitaciones y distintos libretos han vuelto a reunirse. Discuten estrategias de acción, no principios irreconciliables.
Acaso haya que ayudarlos. Y esa ayuda consista en cambiar la disyunción, porque la gente se está muriendo. No nos equivoquemos: en estas horas el dilema es diálogo o tragedia, no pueblo versus república.
*Analista político. Director de Poliarquía Consultores.