Apenas habían pasado dos días desde su elección como líder del Partido Laborista, y Jeremy Corbyn caminaba a paso lento hacia el interior de la Catedral de Saint Paul’s para conemorar el 75º aniversario de la Battle of Britain, la batalla en la que Gran Bretaña derrotó a la aviación alemana y evitó la invasión nazi. Frente al establishment británico y al primer ministro David Cameron, la imagen de ese veterano izquierdista resultaba casi conmovedora: era un intruso en el salón. Cuando sonó el himno nacional
God Save the Queen, el hombre, consciente de sus ideas, se mantuvo en silencio. Probablemente, en ese instante, se haya preguntado: “¿No sería mejor cantar La Internacional?”. Su silencio fue considerado un escándalo por el mundo político y por la prensa.
“Rebelde”, “loco” y “delirante” son algunas de las etiquetas con las que han intentado calificar a este austero caballero socialista que nunca deja de dar la nota. Abstemio y vegetariano, tiene tres costumbres predilectas: ir a la House of the Parliaments en bicicleta, evitar la corbata y ser el azote de los conservadores y del ala derecha de su partido.
Nacido en Shropshire, en el seno de una familia trabajadora, Corbyn mamó los ideales de izquierda desde chico. Sus padres se conocieron en una manifestación a favor de la II República Española y su hermano fue un activo militante del Partido Comunista. El no se quedó atrás: a los quince años se sumó a las campañas de desarme nuclear que copaban las calles de todo el Reino Unido. Luego, fue voluntario en Jamaica y trabajó para la Unión Nacional de Empleados Públicos hasta que, en 1974, llegó al Parlamento por el distrito de Islington North, representando al laborismo. Desde entonces, fue elegido seis veces sin interrupciones.
En su extensa carrera, Jeremy Corbyn se acostumbró a perder batallas. Quizá la más dura haya sido la del 29 de abril de 1995, cuando el Labour aprobó la modificación de los estatutos partidarios. La cláusula 4, que rezaba el viejo objetivo de “la propiedad común de los medios de producción, distribución e intercambio”, fue modificada por una acorde a los nuevos tiempos de “liberalización económica”. Esa derrota dio inicio a los años de Tony Blair, el hombre al que Corbyn consideró el culpable de las traiciones más profundas al partido. Nunca le perdonó la entrada en la Guerra de Irak.
Hace tres meses, cuando se lanzó para liderar el Labour, no imaginó que su programa de lucha contra la austeridad, su propuesta de renacionalizar los ferrocarriles y de retomar, definitivamente, los ideales originarios del socialismo democrático conectaría tanto con la calle, al punto de ganar la interna por el 59,5% de los votos.
En las semanas finales de campaña, mientras todos los números lo daban como futuro líder, los seguidores de Blair pretendieron instalar la campaña del miedo y del odio. Liz Kendall, la candidata predilecta del ex primer ministro, admitió que no formaría parte de un gabinete en las sombras de Corbyn. El propio Blair lo atendió con dureza: “Escucho a la gente decir: ‘Mi corazón me dice que vaya con Corbyn’. Yo le digo a esa gente: ‘Si su corazón está con Corbyn, pida un trasplante’”.
El miércoles pasado, Corbyn se despachó con su último gesto. Al asumir en el Parlamento como líder de la oposición, se dirigió al primer ministro David Cameron y, en lugar de hacer una pregunta propia, dijo: “Una mujer llamada Mary me pidió que le pregunte...”. Así comenzó el largo exordio que concluyó en un rotundo: “Ahora las preguntas las hacen los ciudadanos”. Esos ciudadanos por los que el laborismo había dejado de hablar.
*Escritor y periodista.
Jefe de redacción de La Vanguardia (periódico del Partido Socialista).