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REFUGIADOS

Discriminación y humanidad

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Una reciente manifestación en San José contra los inmigrantes nicaragüenses encendió una luz de alerta frente al problema de la intolerancia, la xenofobia y el racismo en Costa Rica. En el norte de Brasil sucedió algo aún peor, con la quema de campamentos de inmigrantes venezolanos.
Los hechos siguen la línea de los cánticos en algunos estadios de fútbol de nuestro país, donde se conjugan el odio por color de la piel, identidad sexual y por venir de Bolivia y Paraguay. En Estados Unidos, so pretexto de llevar a cero la tolerancia con la inmigración ilegal, se separaron padres de hijos, algo que a muchos nos recordó a la Shoá (Holocausto) y a las despiadadas metodologías nazis.
Miles de refugiados sirios deambulan por el mundo tratando de encontrar un lugar donde los acojan, del mismo modo que los barcos que al final de la Segunda Guerra Mundial daban vueltas por el mundo llevando a desahuciados judíos a algún lugar donde fueran recibidos para comenzar una nueva vida, sin muerte y en libertad.
Se trata de episodios sintomáticos de una enfermedad que tiene sus orígenes en los lugares más profundos y oscuros del ser, que implican una preocupante falta de sensibilidad y empatía ante el sufrimiento del prójimo y nada tienen que ver con los valores de pluralismo, diversidad y aceptación que tanto declamamos.
Esto se advierte en varias dimensiones de nuestra sociedad. Hay algo que nos molesta en el diferente, como si su humanidad fuera distinta o como si por sus venas corriera una sangre menos roja.
Sabemos que los refugiados pueden traer consigo problemas. La pobreza y la desesperación pueden llevar al delito, pero no es posible poner a decentes y delincuentes en la misma bolsa. Esto no nos libera de nuestro compromiso con la vida ni nos excusa frente a nuestra responsabilidad para con el prójimo. De acuerdo con el judaísmo, y a como lo interpretaron nuestros rabinos y maestros, la vida está llena de riesgos. El tema es elegir cuán humanos queremos ser.
No fueron muchos países (Israel es casi una excepción) que recibieron refugiados de Sudán y de otros países africanos. Su adaptación no es fácil, pero ¿cómo podemos mirar hacia el costado frente al sufrimiento de nuestros semejantes?
Ante situaciones especiales y traumáticas, ¿se sigue el instinto animal o la comprensión ética para rescatar algo de nuestra condición humana? ¿Se opta por la supervivencia o se le da cabida al riesgo de vivir de verdad con sensibilidad y empatía?
La respuesta está en la Biblia: vivir no es solo sobrevivir. Si no somos más que instinto, no somos humanos sino animales. Si no podemos ir un paso más allá de nuestro egoísmo, no somos seres de santidad, sino de profanación. Si no nos arriesgamos a ser de verdad, entonces no somos.
Los actos y manifestaciones de odio y xenofobia no hablan demasiado sobre los refugiados y los diferentes, sino más bien sobre nuestros propios defectos y debilidades. No hay diferencia entre un chino, un senegalés, un argentino, un francés, un musulmán, un cristiano, un budista y un judío. Todos somos seres humanos.
“Cuando salgas a la guerra…”, dicen los místicos al intentar explicar el primer versículo de la lectura bíblica en Deuteronomio 21:10. ¿De qué guerra habla la Torá? Y responden: de la guerra contra el instinto.
Esto significa que debemos ser sensibles al prójimo y que no podemos ir solo detrás de nuestros instintos e impulsos. Tenemos que seguir una conducta ética que nos dignifique como humanos y nos lleve a una dimensión que trascienda esencialmente lo animal, asumiendo los riesgos de vivir una vida con significado.

*Rabino.