Hay variedades de discurso audiovisual que no sólo ofenden la inteligencia del espectador sino que además hieren de muerte toda posibilidad de buena vida, arrojándonos en un mar de estupor y mala muerte: son variedades de discurso de mala muerte y, como tales, su frecuentación debería estar limitada (esperemos que la nueva ley de radiodifusión lo haya contemplado), por el daño irreparable que nos causan.
Días atrás, me encontré con una amiga y con su hijo encantador. Le pregunté si había visto esa publicidad en la que un niño lee un texto en off: la voz era idéntica a la de su hijo. Me preguntó qué promocionaba el tal anuncio y no supe contestarle. La pieza ciertamente no servía para promocionar el producto y mucho menos para imponer la marca. Resultado del capricho, como tantos otros, mi amiga y yo no llegábamos a imaginarnos cómo quienes hicieron el anuncio llegaron a convencer a la empresa que lo compró (y que paga costosos segundos de televisión para emitirlo) sobre su pertinencia.
En rigor, sabemos que la publicidad ya no tiene por objeto el consumo (si acaso alguna vez lo tuvo), al que apela muy marginalmente, sino apenas su autoafirmación, que es como una apoteosis de la nada (por la cual pagan las empresas, trasladando luego las cuantiosas sumas invertidas al consumidor, bajo la forma de costos indirectos).
En una publicidad de cerveza, cuatro tarados gritan como mujeres ante un armario-refrigerador: nadie querría ser como ellos, pero el aviso (producido en quién sabe qué latitudes nórdicas) atraviesa las fronteras y nos arrastra en su carrera hacia la subnormalidad. En una publicidad de juegos de azar, un grupo étnico o etario grita como una manada de animales excitados. Ese es el umbral más bajo de la consideración de las audiencias, pero dice bastante del tipo de comunicación que la publicidad supone: son mensajes producidos por bestias, destinados a las bestias.
Me dicen que los mensajes publicitarios no están orientados a las personas educadas, porque sabido es que éstas son refractarias a seguir indicaciones irracionales sin análisis. Yo, sin embargo, no conozco ni amas de casa ni empleadas domésticas que hayan modificado sus hábitos de limpieza en relación con las réclames que les destinan (y si así fueran de manipulables, estarían ya desquiciadas, obedeciendo a mandatos tan contradictorios, cambiando de marcas de jabón en polvo después de cada anuncio).
No, la publicidad no está hecha para convencer a nadie cuya mentalidad supere el horizonte del mandril entrenado. Existe porque sí, como una excrecencia autoritaria que adviene a nosotros como un exceso de realidad para que no nos olvidemos nunca jamás quién manda en esta casa: ¿querías ver una película? Pues tendrás enjuagues bucales, cremas reparadoras, exprimidores de jugo, desodorantes afrodisíacos, bebidas energizantes, autobrillos para cerámicos, laxantes y analgésicos. Y todo eso, además, en canales pagos de televisión.
Cuando el Estado recurre a las mismas estrategias, el resultado es todavía más desolador. Pienso en don Carlos, ese industrial bonachón que cada vez que dice “tudo bom, tudo legal” nos arrastra a la sublevación fiscal en contra de los “planes tentadores” para el blanqueo de trabajadores. ¿A quién quieren engañar? Ningún industrial que se precie de tal podría caer en esa trampa. Ese anuncio fue urdido para hacer creer a los trabajadores en negro que el Estado se preocupa por ellos. Pero si así fuera, ¿para qué gastar plata en anuncios? ¿Por qué no destinan ese presupuesto a pagar inspecciones laborales?
Mejor sería que los fabricantes (grandes o pequeños) cesaran en gastar la poca plata que les queda en anuncios publicitarios y la invirtieran en mejorar la calidad de vida de sus trabajadores. Que les dijeran a los publicitarios: “Muchachos, vayan a laburar”, y se dejaran de patrocinar la mala muerte que producen.
La buena vida es sólo una y está al alcance de la mano de cualquiera. Cualquier variedad de discurso que diga lo contrario merece nuestro voto de censura.
Sólo se me ocurre otro ejemplo de lacra audiovisual que haya llegado tan lejos y tan bajo en el proceso de degradación de la vida: es la pornografía. Tal vez convenga desarrollar esa otra condena separadamente, pero bástenos sostener, por ahora, que la pornografía, como la publicidad, participa de la misma deformación y la misma deformidad de las conciencias y los cuerpos. La publicidad y la pornografía producen mala muerte y, por lo tanto, angustia.