En 1891 Juan Vucetich organizó el primer servicio de identificación por medio de impresiones digitales, por encargo de la Policía Argentina. Un adelanto científico-técnico inédito en el mundo. Sobre ese tema, en estas mismas páginas, ya he escrito un artículo hace algunos años. Aunque no estaría mal volver a repetirlo: la repetición –como problema estético, efecto cultural y preocupación filosófica– es una de las cuestiones que más me interesan. Si en lugar de ser apenas un entretenedor dominical fuera escritor, sin dudas dedicaría una novela al asunto del doble, el par, el doppelgänger. Vucetich usa el poder universal de la técnica para aplicarlo a la identificación individual. La técnica, que habitualmente es descripta como perteneciente al orden de lo homogéneo, de lo estándar, del algoritmo; como el resultado de la cadena de producción, de la ausencia de sujeto, de lo inhumano; es puesta al servicio de la metafísica de lo único, de lo inmodificable, de lo que no tiene copia (las huellas dactilares son irrepetibles). Un arte que se preocupa por el problema de la copia debería tener como meta desvucetichizar la vida cotidiana. Debería devolverle a la copia su valor de copia. Debería encontrar lo singular no en lo único, sino en lo múltiple. Debería entender a la copia bajo la figura del doble: una deformidad.
Escrito en 1846, El doble, de Dostoievski, no pudo prever el deseo de nuestro presente: ya no la identificación total, sino la reproducción total –la clonación–. Mientras que la figura del doble incluye siempre una falla (un gemelo no es exactamente igual a otro), la del clon adviene bajo la utopía de la ausencia de error. Refiriéndose a las pinturas paleolíticas, Bataille señala algo por demás interesante: “Nuestros hombres primitivos no son ‘creativos’. Cuando pintarrajean no es con vistas a crear algo, sino más bien para violar una superficie. Sus instintos obedecen al más puro sadismo. Les encanta arrastrar sus sucios dedos por las paredes, les gusta desfigurarlas. No se trata de una voluntad de representación, sino de alteración”. Un arte que se preocupa por el problema de la copia debería devolverle a la copia esa capacidad de alteración. Su valor de novedad.
La historia de la fotocopia es casi tan antigua como la historia de la fotografía. Aunque según Hillel Schwartz –en su extraordinario The culture of the copy. Striking Likenesses; Unreasonables Facsimiles– la fotocopia tal como la entendemos hoy data de 1964, con la aparición de la Xerox 2400, capaz de lograr 2.400 imágenes en una hora, 40 páginas por minuto, casi una copia por segundo. Hace ya 25 años, en 1986, sólo en los Estados Unidos se realizaron doscientos treinta y cuatro mil millones de fotocopias. En algunas épocas y lugares del mundo la fotocopia remitió a la clandestinidad. En la URSS la fotocopiadora tenía un carácter estratégico, su acceso al gran público estaba vedado: podía servir para reproducir –y sacar del país– documentos comprometedores para el poder soviético. En los países capitalistas las fotocopias están amenazadas en nombre de la defensa del pequeño burgués derecho de autor. Es curioso que en las bibliotecas públicas el préstamo de libros sea gratuito y las fotocopias pagas. Debería ser al revés.
Fotocopiar es sacarle una foto a una copia. Nunca se fotocopia un original, lo que entra en la máquina ya es un objeto segundo, tercero, sin rastros, sin huellas del aura. El atardecer no se puede fotocopiar: se lo puede fotografiar y luego fotocopiar la fotografía. Es decir: la fotocopia sólo puede reproducir una inmanencia. Un arte que se preocupa por el problema de la fotocopia debería ser fiel no a la materia fotocopiada, sino a la luz, a las sombras, al color. Al claroscuro, el problema de Rembrandt.