Desde la llegada de Donald Trump a la presidencia de su país mucho se ha hablado acerca de la existencia o inexistencia de una política exterior de los Estados Unidos hacia Medio Oriente. La utilización intensiva de Twitter como medio de comunicación de las decisiones, las marchas y contramarchas, las renuncias de funcionarios, todo ello podría ser interpretado como la falta de una estrategia general y comprehensiva hacia la región.
Sin embargo, es posible identificar dos ejes a partir de los cuales entender las acciones de la presidencia Trump: el apoyo al Estado de Israel y la oposición a la República Islámica de Irán.
Podrá argumentarse que no es una postura novedosa; se ha dado en otras administraciones norteamericanas en cuanto a las políticas implementadas hacia Medio Oriente. Sin embargo, hay algunos elementos que no se daban en casos anteriores: en primer lugar, la política de Trump pretende ejercer influencia al menor costo posible, dejando de lado intervenciones costosas desde el punto de vista militar, económico y que comprometan el prestigio del país de manera abierta. Una política “desde lejos” o a través de socios locales que actúen favoreciendo las posiciones norteamericanas.
En segundo lugar, y tal vez ahí se encuentra su punto débil, que la agenda limitada y de presencia acotada se lleva adelante en un escenario donde nuevos actores se muestran más activos que en las últimas décadas.
Estados Unidos no está solo en Medio Oriente. Rusia y China, por mencionar los Estados más relevantes para el gobierno de Washington, mantienen una presencia amplia en la región. Tal vez la estrategia más clara sea la de Moscú, que tiene por política el vincularse con todos los actores de la región, lo cual aumenta, claramente, su capacidad de influencia. Rusia no solo está presente militarmente en Siria, lidera (aunque con dificultades) el proceso de paz junto con Irán y Turquía, amplía sus contactos con Israel (Putin y Netanyahu se han reunido personalmente diez veces en los últimos cuatro años), mantiene una presencia económica y militar en Egipto, amplía sus vínculos con Líbano y Libia, así como con los países árabes del Golfo. Aunque no podemos hablar de éxitos descollantes, sí hay una presencia constante.
Beijing, por su parte, hace hincapié en su proyecto “Nueva ruta de la seda” para fortalecer sus posibilidades de vinculación evitando, en lo posible, temas que requieran la toma de una posición clara. No se inmiscuye en temas de política interna y favorece los contactos en el ámbito económico y comercial. Una estrategia conservadora, pero que genera beneficios tangibles.
La política del presidente Trump al ser mucho más concreta debe considerar también las reacciones contrarias que genera. El éxito de una decisión debe medirse luego de descontarse los costos de la misma.
Así, al identificar a Irán como el principal problema de Medio Oriente ha logrado que las percepciones de seguridad de Israel y de Arabia Saudita coexistan cómodamente en el mismo ámbito, algo impensable hasta el momento. Sin embargo, y como contraparte de ello, ha profundizado la brecha con los países partidarios de una política menos agresiva hacia Irán, como Qatar o Turquía.
Las decisiones del presidente Trump de mayor impacto con respecto al conflicto árabe-israelí, como el traslado de la embajada de los Estados Unidos de Tel Aviv a Jerusalén, o la reciente afirmación de que debe reconocerse la soberanía israelí sobre las Alturas del Golán generar apoyos en el corto plazo, ya sea entre los electores norteamericanos o en el Estado de Israel, donde Benjamin Netanyahu se ve plenamente apoyado, lo que lo beneficia de cara a las elecciones del próximo 9 de abril.
Quienes apoyan a Trump podrían argumentar que luego de 52 años de control israelí sobre Jerusalén y las Alturas del Golán es momento de reconocer la soberanía de ese Estado y dejar de hablar de ocupación. Un baño de realismo de acuerdo con la perspectiva del presidente norteamericano, abandonar posturas jurídicas que no se condicen con una realidad de más de medio siglo, aunque ello se oponga a lo que señala la ONU.
Aunque Siria es el principal interesado en recuperar el control de las Alturas del Golán, la decisión de Trump (que hasta el momento solo se ha expresado en un tuit) podría generar incomodidades en el resto de los países árabes. Países que, recordemos, suspendieron la membresía de Siria de la Liga Arabe y que tienen pocas simpatías por el gobierno de Bashar Al Assad.
Aceptar el reconocimiento de las Alturas del Golán como parte del Estado de Israel sería difícil en el corto plazo, de manera abierta y pública. También comprometería la aceptación de esos países del proyecto de plan de paz que los Estados Unidos darán a conocer en las próximas semanas. Las posibilidades de que ese plan sea aceptado por los países árabes se verían seriamente comprometidas en este contexto.
Ello sin dejar de considerar el impacto que tal decisión podría tener en otros ámbitos como Ucrania, particularmente en el caso de Crimea, ya que podría argumentarse que, a pesar de lo que indica Naciones Unidas al respecto, debe reconocerse la soberanía de Rusia en ese territorio. El mismo principio esgrimido por Trump podría ser usado en ese sentido.
La decisión de retirarse del acuerdo nuclear con Irán ha hecho que el gobierno de Teherán genere un esquema financiero de pagos para su comercio con los países europeos y, por otra parte, no ha provocado un cambio significativo en la política regional iraní.
A los países europeos no solo les interesa mantener un acuerdo que es casi el único éxito de política exterior de Europa sino que consideran que encontrar una salida a la posición en la que los ha sumido Trump tiene otras implicaciones. Aceptar el abrupto corte de las relaciones comerciales con Irán a partir de una decisión de los Estados Unidos podría generar un peligroso antecedente para Europa. ¿Qué pasaría si ante un recrudecimiento de la lucha comercial entre Washington y Beijing, Trump impone el mismo tipo de restricciones? Los países europeos no apoyan a Irán sino que buscan preservar su autonomía en cuanto a su política exterior y su política comercial.
En estos dos casos señalados deben considerarse no solo los beneficios sino los costos. Es el resultado final el que indica que una estrategia ha logrado lo que se planteaba como objetivo que el caso de política internacional siempre es, al final, mayor autonomía y mayores apoyos.
Si países tan importantes y de tanta influencia como Estados Unidos deben hacerlo, mucho más países como Argentina. Toda decisión de política exterior debe considerar no solo los beneficios sino sus costos y, por otro lado, que la utilización de los principios en los cuales se basa la decisión no puedan ser utilizados en el futuro por otros para oponerse a la propia política.
*Profesor de la UCA, donde dirige el Programa Ejecutivo en Medio Oriente contemporáneo (http://bit.ly/programa-medio-oriente)
@PauloBotta_1974