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Nostalgia

Duro presente, sin futuro

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Hace años, en Buenos Aires, viví en un departamento de la calle Azcuénaga, en un tramo tranquilo, en donde el tráfico era escaso y por la ventana abierta del segundo piso, en los meses cálidos, entraban las conversaciones de la calle. Frente a mi edificio relativamente nuevo había otro en la vereda opuesta de línea clásica, con grandes balcones y ventanales. Mis ventanas se enfrentaban a uno de estos balcones, donde había un piano y una vieja profesora. La mujer, anciana, solía frecuentar el café de la esquina. Era alta y delgada, con una cara angulosa envuelta en piel traslúcida y pelo corto, blanco, desordenado; sus ojos celestes, húmedos, leían con serena atención el Herald y sus largos dedos de pianista arrancaban el filtro de los cigarrillos antes de fumarlos: cuando abandonaba el café, dejaba el cenicero lleno de diminutas colillas y un igual número de filtros sin usar. Puede que haya tenido más, pero yo solo vi a una sola alumna sentada al piano de su piso. Muy de tarde en tarde una sonata de Beethoven, siempre la misma, me distraía de cualquier cosa que estuviera haciendo. Me asomaba a la ventana y enfrente podía ver a una mujer joven sentada al piano, ejecutando la Apasionada y a la vieja pianista de pie, de brazos cruzados, a veces estática, a veces caminando por el salón, escuchando, interrumpiendo, acercándose al teclado y soltando los brazos para rodear con ellos a la chica y explicar con su intervención qué clase de sonido pretendía que saliera del instrumento. Yo asistía a ese concierto vespertino observando a la ejecutante, de espaldas a mis ojos, sentada en un pequeño banco frente al piano de cola. El pelo recogido, un cuello dócil que se dejaba llevar por la cabeza siguiendo el imperativo de la partitura, un cuerpo menudo pero delicado que se apoyaba en el banco con cierta levedad, recibiendo con gestos tenues pero constantes los embates de los dos brazos febriles que parecían de otra persona, no de ella: eran las alas en movimiento de un pájaro quieto.

Ha pasado mucho tiempo, pero no el suficiente para que esa imagen se diluya. Hace poco en una exposición del pintor danés Vilhelm Hammershoi la reviví.

Los cuadros de Hammershoi, un pintor olvidado de la segunda mitad del siglo XIX, enseñan interiores casi desnudos, acaso una mesa o un piano, ventanas que parecen dar a ninguna parte ya que el exterior se abstrae tanto como los ambientes que, en muchas de las pinturas, se multiplican, vacíos, comunicados por puertas abiertas y al fondo, se vislumbra una ventana, lejana, advertida solo por una luz un poco más viva que apenas resalta en ese mundo crepuscular que oscila entre grises, sepias y azules.

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En una serie de estos cuadros de Hammershoi hay siempre una mujer de espaldas. Siempre es la misma mujer, la esposa del pintor, con el cabello recogido, un cuello blanco que destaca por el vestido negro que se repite en cada obra. La vemos frente a una pared separada de ella por un mueble, con la cabeza levemente inclinada. O sentada en una silla, siempre cabizbaja, frente a puertas abiertas que llevan a otras. O delante de un piano.

Una de las razones, creo, por la que aún persiste en mi memoria la pianista de la calle Azcuénaga es porque nunca conseguí ver su rostro, solo algún apunte del perfil.

Unas décadas antes de que Hammershoi pintara estos cuadros, Baudelaire había publicado Las flores del mal. El poema A un transeúnte (A une passante), que se incluye en los Cuadros parisienses, está escrito alrededor del rostro de una mujer, de su mirada. Baudelaire narra la modernidad: en un escenario nuevo, una metrópoli en la que la “calle atronadora aúlla” en torno suyo, al ver a la mujer en un instante fugaz, en medio del caos urbano, el poeta cruza su mirada con la de ella: “Un relámpago. Noche. Fugitiva belleza / Cuya mirada me hizo, de un golpe, renacer”.

Todo esto ocurre en un encuentro efímero: en la nueva ciudad no hay tiempo. La mujer se pierde en la multitud y el poeta se queda solo.

La manera de ser moderno de Hammershoi fue darle la espalda, simbólicamente, a la modernidad: oculta el rostro de alguien que tiene a su lado.

Mi propio tiempo que se escapa y la soledad que lo construye evocan a la pianista de la calle Azcuénaga. Hammershoi, Baudelaire, Beethoven en Radio Clásica la invocan. Son los filtros de la cultura que no arranco mientras el humo asciende.

*Escritor y periodista.