De acuerdo con cifras del Indec, la economía argentina creció un 6% durante el primer trimestre de 2022. Bravo. Con semejante estadística en la mano sería interesante preguntarle qué significa esto para el 40% de los argentinos que, en una población de 47 millones de habitantes, están sepultados en la pobreza estructural. Y repetir el interrogante a quienes no cesan de perder sus puestos de trabajo, a quienes debieron cerrar sus pymes y minipymes, a quienes aún las conservan penosamente, a quienes no pueden producir porque cada día un nuevo cepo les impide importar los insumos necesarios, a quienes abortaron proyectos laborales y profesionales debido a imposibilidades económicas, a quienes vienen consumiendo sus ahorros para sobrevivir.
Una somera definición de crecimiento económico lo describe como “el aumento de la renta o valor de bienes y servicios finales producidos por una economía, generalmente de un país o una región, en determinado período, generalmente en un año. A grandes rasgos, el crecimiento económico se refiere al incremento de ciertos indicadores, como la producción de bienes y servicios, el mayor consumo de energía, el ahorro, la inversión, una balanza comercial favorable, el aumento del consumo per cápita, etc.”. La comparación de esta definición con la realidad cotidiana del país, y luego con las cifras oficiales, solo puede producir descreimiento o escepticismo, e inducir a comentarios irónicos. Hace veinte años, la escritora y ensayista francesa Viviane Dreyfus (1925-2013), conocida como Viviane Forrester (por el apellido de su marido, neozelandés) publicaba Una extraña dictadura, feroz y contundente libro en el que demolía los presupuestos económicos imperantes bajo el yugo del pensamiento único, del cual el Fondo Monetario Internacional y los gurúes de la economía de mercado siguen siendo naves insignia. Allí decía Forrester que el resultado de la economía especulativa y de las falacias desplegadas alrededor de términos como “crecimiento”, “competitividad”, “globalización” y “déficit público”, entre otros, es “el empecinamiento en mejorar las estadísticas, pero no la vida, que cada vez parte de más abajo, un poco más oficiosamente deteriorada”.
Las estadísticas económicas oficiales por un lado, y la vida real de los argentinos de carne y hueso por otro, parecen confirmar las afirmaciones de Forrester. Y ante ello cabe preguntarse: ¿son las vivencias cotidianas de las personas o las estadísticas, previsiones y explicaciones de gobernantes, ministros y economistas las que configuran la realidad experiencial? Cuando las estadísticas (siempre incomprobables), las teorías y los discursos se convierten en dogmas, y como tales no admiten discusión, se confirma la dictadura que describía Forrester. Y a partir de ahí florecen las excusas cada vez más estrafalarias que intentan demostrar cómo los hechos, tozudamente indomables, confirman el dogma. Entonces, cosa que ocurre en estos días, es posible escuchar, de fuentes oficiales y de bocas cortesanas, que la invasión a Ucrania por parte de Rusia es la causante de la inflación desbocada que carcome bolsillos, impide ahorros y destruye proyectos, aunque haya comenzado muchísimo antes que la salvajada rusa. O que la falta de gasoil es un efecto colateral del crecimiento (lo que llevaría a suponer que para tener combustible es preferible no crecer o para ahorrar en comida no comer). Y hasta se sugiere que la crisis energética también resulta de la ilimitada actividad productiva de una economía en expansión. Otro francés, el economista y periodista Bernard Maris (asesinado en el atentado terrorista contra el semanario Charlie Hebdo), decía en su “Carta abierta a los economistas que nos toman por imbéciles”: “Nada de lo que se dice en economía es verificable o sancionable, pero cualquier cosa es demostrable. Y la contraria también”. Y aconsejaba a funcionarios, ministros y economistas: “Salgan de sus casas y al menos paguen los cafés donde hacen sus tertulias, si no cualquiera podrá hablar de economía”.
*Escritor y periodista.