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Economistas casi humanos

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Con los niños, no. La mitad de los niños y jóvenes de hasta 24 años son pobres en Argentina. | cedoc

Por mucho tiempo, la épica del progreso indefinido y la expansión de derechos parecía encontrar un obstáculo definitivo en las hojas de cálculo, las matrices insumo-producto y cuanta fórmula la economía, como ciencia, intentaba subrayar que la escasez es un principio vital que recoge una realidad palpable y no una corriente ideologizada.

Hace exactamente veinte años, la Argentina pasaba sin mucha ambivalencia de la ilusión de creer que ya arañábamos el mundo desarrollado a la implosión de la convertibilidad y el resurgimiento de la inestabilidad. Inflación, desempleo, recesión y, sobre todo, el crecimiento del porcentaje de la población por debajo de la línea de la pobreza, que ya para el año 2002 había alcanzado un récord histórico (más del 53% de incidencia). En ese contexto y bajo la premisa de que lo que no se mide no se puede controlar, la Universidad Católica Argentina desarrolló un proyecto de largo alcance con el Observatorio de la Deuda Social Argentina (ODSA). Con el tiempo fue ganando merecido prestigio y erigiéndose en un termómetro ineludible de la crisis social. Dos décadas más tarde, el problema se agravó aún más y la institución pasó de radiografiar el problema a encontrar explicaciones y ensayar hipótesis de trabajo.

El economista Martín Rapetti, que disertó en el acto de la presentación de un nuevo informe ODSA marcó el círculo vicioso que es la contracara del virtuoso que supone que el crecimiento económico va empujando la dinámica del mercado laboral, bajando la informalidad y absorbiendo a la gente que se iba quedando fuera del sistema. Sostiene que luego de tantos años de fracasos, hay algunas verdades que parecen irrefutables, pero todavía queda por precisar estas condiciones. “Por ejemplo: para bajar la pobreza, necesitamos crecer, necesitamos invertir, necesitamos tal cantidad de ahorro. No solo precisamos explicar esta causalidad, sino que también le asignamos magnitudes para que oficien de metas a alcanzar”, explicaba.

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En estos veinte años no hubo prueba que no se haya intentado, pero siempre faltó la de desterrar la zaraza y el toque mágico del GPS de la política económica. Y también, los economistas, se dieron un baño de humildad. Encontraron su propio límite: aún con la convicción de qué cambios deberían promoverse para que el círculo virtuoso comience a funcionar, el consenso de que la salida debe tomarse a través de un gran acuerdo que le ofrezca previsibilidad a una política de Estado.

Los males que aquejan a la sociedad no se corrigen en un semestre, ni siquiera en un período presidencial. Pero si se opta por no hacer nada, ya sea por no tomar conciencia del lastre que arrastra toda la sociedad o porque triunfa el sentido agonal de la disputa política y no el trascendente, la única certeza es la de la transformación del estancamiento en algo estructural.

La única forma de disminuir la pobreza es aumentando el empleo genuino y de calidad. Planes sociales y contratos estatales de corto plazo son solo paliativos al problema. Pero sin inversión productiva y sin elevar el nivel de productividad de la mano de obra, cualquier medida es insostenible. La inversión no viene en formato de lluvia, como ya lo corroboró el expresidente Macri. Es un proceso lento y que depende de la generación de futuras ganancias, pero también de la infraestructura institucional que le da certeza en el largo plazo.

Como pocas veces, la llave no está en la tecnocracia de los Excel y los planes quinquenales. Sí en los políticos que asumen la representación de una ciudadanía que vio erosionar su ingreso en un 15% en términos reales en la última década. En la misma reunión, el sociólogo Eduardo Fidanza, rescató la frase de Cristina Fernández de Kirchner: “en la Argentina, ya gobernamos todos”. A confesión de parte, relevo de pruebas, dice el lema judicial. Pero hallar un consenso duradero implica no sólo qué tipo de corrección hay que hacer sino cómo y cuándo. Y dicho acuerdo, mucho más difícil que el que se intenta cerrar con el Fondo Monetario Internacional también debería abarcar qué grupos y de qué manera se pagan los costos inevitables.

Finalmente, con todos apuntando para el mismo lado, para que un verdadero programa de desarrollo no sea solo un archivo ministerial atractivo, se precisa docencia, explicaciones en todas las plataformas posibles, pero, sobre todo, la convicción que esa y no otra diagonal más vistosa, son las que garantizan el crecimiento económico, el progreso social y la eliminación de la marginalidad.