A las salas de espera en general uno llega prevenido, con un libro bajo el brazo. Sea la sala del dentista, el psicoanalista o el oculista. Las salas de espera están expandidas en el mundo como los celulares y son invaluables espacios de lectura en donde, muchas veces, abunda material de segunda mano: revistas del corazón, en el mejor de los casos revistas de viaje. La instancia de espera, pese a las comodidades que en teoría aporta la tecnología, en vez de menguar se ha multiplicado. Casi en cualquier lugar de la ciudad, para pasar al acto hay que esperar.
Fuera del país, solo transité una sala de espera, en el año 98. Tan joven, idiota e inconsciente era que por abrir porrones de cerveza con los dientes, un día terminé en un odontólogo que artísticamente me reconstruyó un premolar. Recuerdo aquella espaciosa sala de espera en París como si fuera hoy: luz tenue, ambientación minimalista, una mesa ratona de vidrio y varias butacas en cuero blanco. La secretaria levitaba detrás de un escritorio mínimo y tenía una amabilidad de enfermera: se obstinaba en conocer el nivel de mi francés. El lugar se parecía más a un quirófano. Que no hubiera gente en la sala subrayó la ausencia de un elemento al que estaba habituado en Argentina: las revistas de chismes. Solía leerlas entonces para poder entender los monólogos de mi abuela y a veces entablar un diálogo.
En la última sala de espera que visité días atrás, pese a que mi abuela ya no está, no resistí la tentación de abrir la revista ¡Hola! y recuperar esa adolescencia repleta de fiestas y celebridades que asomaba en las revistas de chismes de los noventa. Para mí sorpresa, era una revista española, databa solo de cinco meses atrás y casi todos los famosos me resultaban desconocidos. Las imágenes de la boda entre Fernando Verdasco y Ana Boyer en la isla Mustique –sitio del cual nunca oí hablar y que me sonó a isla oprobiosa de Arno Schmidt– atraparon mi atención. Las fotos mostraban una capilla de bambú, una bahía paradisíaca, la felicidad postiza de los novios, los invitados vestidos por “Pedro del Hierro”. Confieso que el morbo que me llevó a seguir husmeando los detalles de esa boda boutique con langosta y guiso de mariscos caribeño fue la presencia de Mario Vargas Llosa, infiltrado en esa ceremonia de la mano de Isabel Preysler, dama de la alta sociedad española tan desconocida para mí como la isla Mustique.
Traté de imaginar la perspectiva de Vargas Llosa y compatibilizar el pasado intelectual izquierdista del premio Nobel con las preocupaciones de los invitados. ¿Cuál sería la charla de rutina? ¿De qué hablaría don Mario? ¿Encontraría en la escena mundana argumentos para renovar su ficción liberalizada? Sin duda, pensé de polizón junto a Vargas Llosa en esa isla fantástica, la dimensión en la que se desplaza sonámbula la alta sociedad ofrece un sinnúmero de tópicos que es un desafío narrar. Tal vez Vargas Llosa, a diferencia de Truman Capote y Scott Fitzgerald, que fogonearon una aguda sensibilidad bajo el rumor de fondo de fiestas exclusivas, no perciba esos tópicos por estar ya mimetizado. Semejante mímesis excede la transformación ideológica y la subordinación neoliberal. Ahí, en medio de tenistas, actores, cantantes y aristócratas, había simplemente un bon vivant al que tal vez durante décadas, en la catedral de las letras, sobreinterpretamos.