A una le suele pasar que no sabe qué escribir. No porque falten temas, no. Por todo lo contrario: ¡hay tantas cosas sobre las que escribir! Pero no sobre el Papa ni sobre el frío, no. Uno porque me gusta y el otro porque lo odio, y una no se va a poner a abordar temas tan compactos, tan básicos, tan que no admiten sino un bodoque de lugares comunes, vamos; a menos que una sea un genio que por este lado no se haga ilusiones, vea. Así que cualquier otra cosa que haya pasado en estos días. Ah, ya sé: John Keats. No, no es que el alma de ese muchacho genial se haya levantado de la tumba y haya venido a visitarme, no. Es que estuve leyéndolo y leyendo algo sobre él. En verdad, he sufrido bastante porque la vida del pobre John fue un cataclismo, una desgracia, pura lágrima, y sin embargo o quizá (en parte, sólo en parte) por eso escribió poemas geniales como Oda a Psique, Una urna griega, Endymión, El ruiseñor; además, fue amigo de Shelley y de Byron, vio morir a su madre y a varios de sus hermanos de tuberculosis, se enamoró de Fanny Brawne y se murió en Roma, él también de tuberculosis, ¡a los 26 años! Hay un retrato de él; bueno, supongo que debe haber otros, pero éste es el más conocido o el único conocido, un retrato de William Milton en el que se lo ve regio de buen mozo, cosa que a una le causa mucha pena. Claro, si hubiera sido un monigote también daría pena, 26 años no es edad para morir, pero no tanta pena. Y no se pudo casar con su Fanny, que era lo que más deseaba en esta vida, en esa vida suya. Yo le diría, querida señora, que lea no sólo los poemas del joven John sino también sus cartas, sobre todo las dirigidas a Fanny. Qué cosa; no sé qué mina era Fanny: una buena chica o una bruja, pero se me hace que bruja no. No se casaron, él se murió y nosotras nos sentimos felices porque leemos sus poemas. Afortunadas que somos, querida señora.