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El año de la marmota

El 2 de febrero de cada año la pequeña ciudad de Punxsutawney, en Pennsilvania, Estados Unidos, es centro de atención nacional.

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El 2 de febrero de cada año la pequeña ciudad de Punxsutawney, en Pennsilvania, Estados Unidos, es centro de atención nacional. Promedia el invierno y si, al amanecer, la primera marmota que sale de su madriguera no proyecta sombra en el piso porque está nublado, significa que la primavera llegará pronto y será espléndida. De lo contrario, se prolongará el frío. Se dice que esta tradición llegó en el siglo XVIII, con el arribo de inmigrantes alemanes a Pennsilvania. Estos solían cumplir el ritual en tierras europeas, no con marmotas sino con erizos.

A partir de este rito el director Harold Ramis filmó en 1993 El día de la marmota, una película inolvidable e inspirada que combina comedia romántica, con comedia negra y ciencia ficción, mientras explora temas como el tiempo, la memoria, los sentimientos y el sentido de la vida. En ella un meteorólogo de la televisión (genial interpretación de Bill Murray) es enviado a Punxsutawney para cubrir el evento, tarea que deplora. Allí quedará atrapado en una suerte de jaula metafísica. Una tormenta de nieve les impide a él, a su productora (Andie McDowell, de quien se enamorará) y a su camarógrafo regresar esa noche a Pittsburgh. Luego ya no podrán hacerlo, porque desde entonces los días se repiten, misteriosamente iguales. Los mismos episodios, encuentros, diálogos. Una prisión circular de la que solo él es consciente. Para el resto de las personas todo ocurre como si fuera la primera vez. Habrá finalmente una llave (que no conviene develar aquí) para ese calabozo y regresarán al misterio del tiempo fluyente y supuestamente “normal”. Si vieron el film, lo recuerdan, y si no, búsquenlo porque vale largamente la pena.

Este empieza a ser, en la Argentina, el año de la marmota. Todo se repite como en cada temporada electoral. Los mismos discursos oficialistas y opositores, las mismas caras y voces opinando en los medios (solo que gastadas y envejecidas), las mismas promesas incumplidas e incumplibles, las mismas tretas y trucos de campaña, el mismo juego sucio consistente en destapar de uno y otro lado ollas hediondas preparadas en cocinas de distintos servicios de inteligencia, las mismas especulaciones tendenciosas de supuestos analistas bien informados, la misma falta de ideas, de musculatura intelectual en los discursos, el mismo mediocre marketing de candidatos o aspirantes a candidatos mostrándose con sus nuevas parejas de ocasión (siempre jóvenes y, si es posible, provenientes de la farándula) o con chicos y bebés cedidos inescrupulosamente para el caso.

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La sociedad, el país, los proyectos personales, las aspiraciones de horizontes existenciales más alentadores, tanto para los jóvenes sin destino como para los mayores ya resignados, se marchitan mientras pasamos de un año electoral de la marmota al próximo. A diferencia de la película, cuando el hechizo se rompe y la vida continúa, las cosas están peor, salvo algún mentiroso y fugaz viento de cola. Y a diferencia de la película, no hay final feliz. No hay final, en realidad. Solo queda esperar (una vez que pase éste, robándonos tiempo, expectativas, proyectos y futuro), el próximo año de la marmota. O quizás no. Acaso un día la sociedad salga de la modorra mental, de la mirada corta y egoísta, del ensimismamiento en el interés y la ventajita individual, de la indiferencia por cualquier atisbo de propósito común, y empiece a activar mecanismos como la memoria, la sanción moral (que puede ser más fuerte que la sanción judicial, inexistente en un país de instituciones corruptas), la reconstrucción de redes, la disposición al debate, el entrenamiento de la aceptación, el rechazo a los lugares comunes del habla y de la mente y el ejercicio del pensamiento crítico. De lo contrario seguiremos escuchando a unos que dicen, con la misma cara y sin sonrojarse, que “la tormenta pasó y estamos creciendo” y a otros que, impávidos y como si hubiesen nacido de un repollo, prometen como futuro un pasado que solo fue dorado en sus bolsillos o bolsos. Ojalá alguna vez la marmota no eche sombra.

*Escritor y periodista.