Venía pensando en algo acerca de lo que ya debo de haber escrito alguna vez, y con exactas o parecidas palabras a las que escribiré ahora. Pero como nadie recuerda nada y ni yo mismo lo sé, lo presento de nuevo o por primera vez, con la esperanza de que lo escrito y no recordado parezca distinto de la vez primera que sinceramente no recuerdo si existió. Pero, ¿acaso, cuando leemos las noticias y las columnas de opinión, no nos encontramos día a día con la dichosa ensalada de lo mismo, siempre condimentada con uno u otro adjetivo nuevo, en la que X, Y o Z se preguntan si Cristina cambió o cambiará, si Alberto construirá poder propio o es un mero virrey, o si de las cenizas del fracaso del país se avanzará por fin a una nueva y gloriosa nación?
Lo que quería decir es que en la creación de una obra siempre sobrevuela la ilusión de la idea fulgurante, la ilusión de que existe un punto único en el espacio de la mente que se abre en reverberaciones que terminan en la escritura de un libro que reproduce intacta la idea original; esa idea conlleva la ilusión subsidiaria de que esa reproducción garantiza la calidad de lo escrito. Al menos eso es lo que uno cree descubrir en los escritores que admira: una intuición única, el brillo –el peso– de un descubrimiento. La metáfora no es del todo exacta porque semejante fenómeno en realidad forma parte de los relatos de una magia ajena: la de los descubrimientos de la ciencia, que portan, como un grito de guerra, el eco de un ¡eureka! que se viene repitiendo a lo largo de los siglos. En “El sueño de Coleridge”, Borges ilustra la perspectiva opuesta: en la literatura es posible una iluminación semejante, pero el resultado es irreproducible; solo quedan los fragmentos sueltos de ese soñar, un sueño perfecto que se va completando con el paso de los siglos. La tarea del artista es entonces modesta: ser parte de una intuición trascendente a la vez que admitir modestamente su condición de integrante de una cadena, y que el resultado final de esa suma podría resultar un mamarracho y no una obra genial.
En mi caso, a veces me sentí beneficiado por la sensación de una revelación súbita y otras me entregué al lento develamiento de una idea que es apenas un hilo manchado de la baba de una intuición fallida: trancos de inspiración, y de pronto el texto se hunde en un pozo, y para salir de allí hay que forzar la marcha. En esos casos, lo que queda es la figura del delirio, que es una versión menor del mito de la transubstanciación de la materia en espíritu, y que, sin embargo, en su realización como alma, evoca la forma y la materia originales. Esa mancha definitiva, esa impureza, es de todos modos adecuada para el arte de la novela, y a su amparo cualquier nabo podría pasar por un escritor aceptable porque en general nadie se da cuenta de nada: para la mayoría de los lectores, alcanza y sobra con dejarse llevar por el ritmo y las variaciones absurdas o singulares de un relato. Contar el cuento, un cuento, cualquier cuento, que nos acune y nos proteja de la amenaza de la mortalidad. Igual, se trata de otra cosa. La posición del escritor no es la del lector. En el primer caso, se trataría de saber que entre la ilusión original y el resultado final hay un abismo que no compensa nunca. Que, luego del esfuerzo, solo nos queda el consuelo de haberlo intentado.
Pero pasemos de la novela a la fe. La fe religiosa es una intuición de orden estético que en un principio atribuye a distintos dioses condiciones creativas idóneas para cerrar ese hiato que todo artista percibe entre intención y resultado (entre sueño y obra).
Luego, una observación más detallada de los horrores del mundo y los azares del Universo matiza esta intuición inicial, atenúa la evidencia de ese fracaso con invenciones como las de los gnósticos, que proponen distintas gradaciones de divinidad y arrojan al infinito elevado y remoto la ilusión de la perfección perdida, o con recursos baratos como el libre albedrío. Así, la absurda atribución de prescindencia del dios frente a los resultados de su obra, se disimula sugiriendo la coartada moral: que dios se esconde espantado ante la inconducta de su creación.