El 2 de octubre el periodista Jamal Khashoggi entró al Consulado de Arabia Saudí en Estambul para gestionar un certificado de su situación matrimonial. Lo necesitaba para poder casarse. Sabía que la situación sería engorrosa, a punto tal que la prometida se quedó afuera con la instrucción de que, si en una hora no salía, debería llamar inmediatamente a ciertos funcionarios importantes del gobierno turco. Salió un doble, aparentemente vestido con la ropa de Khashoggi, por una puerta trasera, que luego se paseó ostensiblemente por la turística plaza de Sultanahmet, con la intención de abonar la tesis inicial de la monarquía saudí de que Khashoggi había salido por sus propios medios del Consulado árabe. Sin embargo, la revisión de las imágenes revela que se trató de Mustafá al Madami, uno de los 15 agentes de los servicios secretos saudíes que habrían intervenido en el crimen del periodista disidente.
La realidad, según una presunta filmación de la que dispondrían las autoridades turcas, es que lo habrían asesinado para luego trocear y disolver el cadáver. A Khashoggi, que era un periodista connotado que publicaba sus columnas en medios norteamericanos, lo mataron para acallarlo y para infundir miedo entre los que en el futuro osen disentir con el régimen y, sobre todo, con el príncipe heredero, Mohamed bin Salmán, a quien se lo involucra directamente en el crimen. Angela Merkel ha sido muy severa con el régimen de Arabia Saudí y ha reclamado al resto de los países occidentales medidas de bloqueo. Pero Estados Unidos, que tiene en juego un contrato de 110 mil millones de dólares por venta de armas y una política de equilibrio en Medio Oriente para frenar a Irán por medio de Arabia Saudita, mantiene una postura completamente reticente y dilatoria.
¿De qué nos habla este crimen sino de cierta ambivalencia en la política de derechos humanos de Occidente? Tal como ha señalado Javier Martín Rodríguez, delegado de la Agencia EFE en Túnez y autor de La casa de Saud, dos circunstancias históricas jalonan esta relación entre Estados Unidos y Arabia Saudita. Después de la Segunda Guerra Mundial, Franklin Roosevelt y el rey Abdalá Bin Abdelaziz, firmaron un acuerdo por el cual Arabia Saudí le entregaría petróleo de modo preferencial y Estados Unidos le garantizaría la tranquilidad frente a sus múltiples enemigos. Todos los presidentes norteamericanos respetaron el pacto, incluyendo a Obama, y lo pusieron en práctica ante amenazas a Riad. El segundo hecho: el 20 de noviembre de 1979 un grupo de puritanos disidentes asaltó la gran mezquita de La Meca y exigió la renuncia de la familia real, en un virtual golpe de palacio. Fuerzas occidentales de-salojaron la mezquita y abortaron la asonada. A partir de ese momento se inauguró una nueva era de represión contra cualquier expresión que intentara interpelar o desafiar las retrógradas ideas religiosas de la monarquía árabe y el wahabismo.
Esta es la explicación de por qué Estados Unidos prohija y protege a uno de los regímenes de Medio Oriente con las costumbres más anacrónicas, donde las mujeres están más sometidas, que prohíbe el laicismo, que ha llevado al patíbulo a cientos de clérigos y militantes, que en 2017 ha encarcelado y confinado en un hotel a los príncipes más ricos del país con fines intimidatorios, y que incluso está sospechado de tender vínculos y hasta financiar expresiones terroristas. Para Estados Unidos es difícil desmarcarse de Arabia Saudí sin dejar desprotegido al Estado de Israel y, en este sentido, sería peligrosa la sanción que propicia Angela Merkel dado que abriría a Irán la posibilidad de avanzar en el mundo musulmán. En una palabra: el bloqueo sería impracticable sin provocar una desestabilización de Medio Oriente. Todo esto es cierto y daría la razón a Donald Trump y Jared Kushner, pero ¿puede tan luego Estados Unidos, que ha construido su liderazgo planetario sobre la base de la libertad de expresión, ser cómplice del macabro asesinato de un periodista que escribía en sus medios y quería llevar adelante su historia de amor sin perder legitimidad política y moral? La respuesta, tajantemente, es no.
*Escritor y periodista.