Uno de los enigmas que propone la literatura policial es cómo explicar un crimen ocurrido en un cuarto cerrado, donde es imposible entrar y de donde es imposible salir. Esa escena ocurre en El misterio del cuarto amarillo, de Gastón Leroux, y se ha divulgado en infinidad de versiones, variaciones y adaptaciones. Se ocuparon, entre otros, de ese subgénero deductivo Edgar Allan Poe y John Dickson Carr. Tal problema de ingenio llama a la respuesta de Houdini, y es en el fondo superficial. Hay otro misterio menos lógico, más íntimo y atroz: ¿cómo escribe un hombre cuando su cuerpo se ha convertido en una cárcel? ¿De dónde obtiene fuerzas para seguir?
Víctima de una enfermedad irreversible, Ricardo Piglia vivió sus últimos años en un cuerpo que le impedía toda movilidad. Con pudor, con absoluta discreción, no se quejó. Los casos del comisario Croce, que se publica luego de su fallecimiento, lo fue escribiendo a través de un sistema de hardware llamado Tobbii, en el que se elige cada letra fijando la mirada sobre la pantalla. Un libro de cuentos policiales escrito letra a letra.
Llama la atención, en el despojo del cuerpo, el despojamiento de la voz. Cada cuento es confluencia de un caudal que parece inagotable y que se potencia en el tono bajo, como desconfiado y cansino, del narrador. Piglia, que fue el gran difusor de la novela policial negra en la Argentina, escribe estos relatos límpidos al modo deductivo e intelectual de la tradición inglesa. La contratapa menciona como númenes a Agatha Christie, Conan Doyle, Chesterton, Poe y Borges, pero en el agrupamiento nada es igual. En el primer cuento se lee, sosegado, el eco campero y alucinado de Miguel Briante; en el resto suena el fraseo de Onetti. Pero es Borges (con quien Croce resuelve un caso), quien construye la presencia central. Borges es el autor para el que Piglia escribe su último libro, aquel cuya sombra ilumina su despedida.