Ignorantes o farsantes? Coinciden por estos días los periodistas de la tele en una pulsión demagógica que ha conseguido instalar una falacia, que deslumbra a los inocentes y ayuda a justificar la ineficiencia del Gobierno. Se trata, para simplificar, de comparar el dinero de las coimas con todas las obras que podrían haberse hecho si los funcionarios y los empresarios hubieran actuado honestamente.
Cualquiera sea la cantidad que arbitrariamente se decida, se procede a calcular cuántas escuelas, hospitales o viviendas se pueden construir con esa suma. ¿Más escuelas que las que levantó Sarmiento? ¿Más hospitales que los que existen en el Japón? ¿Un billón de viviendas? Irrelevante: como tampoco de esto nadie sabe nada, elige tu propia aventura y metele que son pasteles.
Conclusión: si estamos como estamos es porque una banda de coimeros se patinó la tarasca en campañas políticas, carteras Louis Vuitton, departamentos con jacuzzi (el jacuzzi nunca falla), o la guardó en bóvedas enterradas en el fondo del Atlántico. Que ambas cosas (la pobreza y el choreo) sean comprobables, no significa que una sea consecuencia del otro. Para desmontar la lógica mediática vale la pena pensar cómo habría funcionado todo si nadie hubiera robado nada y la Argentina fuera Noruega. Hasta los cuadernos, y desde siempre, los ladrones de la obra pública trabajaron más o menos así: los gobernantes decidían hacer una ruta, una concesión energética, una línea nueva de subterráneos. Acudían entonces a un club de empresas prebendarias y le confiaban su proyecto. En una reunión parecida a las del Consorcio, se resolvía que la obra sería realizada por alguno de los miembros, costaría mil millones y se facturarían 1.200. Los 200 millones adicionales se reintegrarían en negro a los funcionarios corruptos encargados de aprobar la licitación.
Pensemos ahora cómo habría sido la operación en un país decente. Un ministerio habría, efectivamente, llamado a concurso para hacer una obra necesaria. Se habrían presentado varias sociedades y una de ellas habría ganado la competencia con un presupuesto de mil millones que, obviamente, incluiría su rentabilidad. No haría falta, como sucedería en la Argentina real, desembolsar los 200 millones destinados a coimas.
¿A alguien se le puede ocurrir que la empresa beneficiada destinará generosamente ese “sobrante” a construir escuelas, hospitales o viviendas? Puede preverse que quien oriente su pensamiento en esa dirección desconoce la esencia misma del capitalismo. Sea que el dinero lo “ahorre” la empresa, sea que se lo gaste el funcionario coimero, las escuelas, los hospitales y las viviendas seguirán brillando por su ausencia. “Esta es una decisión del Presidente –declara Patricia Bullrich–, recuperar la plata de la gente para devolverla en obras y mejores servicios”. Falso: la plata nunca fue de la gente; o queda en manos de los empresarios, multimillonarios de la plusvalía, o pasa a la de los coimeros, nuevos ricos impudorosos.
*Periodista.