En el interesante desarrollo que supone su La palabra adversativa. Observaciones sobre la enunciación política, Eliseo Verón establece una serie de definiciones fundacionales para el análisis del discurso político. Para empezar, delinea el campo discursivo de lo político como un espacio de enfrentamiento. Un espacio en el que quien produce el discurso construye una cierta imagen de sí y, al mismo tiempo, del otro.
Es que, a no dudar, y en sus propias palabras, todo acto de enunciación política a la vez es una réplica y supone (o anticipa) una réplica. Básicamente, como él afirma, porque el discurso político se construye en la medida en que hay otro negativo que se le opone.
No solo eso. Ese otro negativo inherente a esta clase de discurso se suma -como sucede efectivamente con todos los discursos, incluso los mentales, pero eso es asunto para otra columna- a un otro positivo, aquel a quien le está dirigido el enunciado actual. Es decir, para Verón (y creo que para la mayoría), el discurso político se configura por medio de un rasgo particular: una doble destinación esencial.
Como expuse al principio, Eliseo nos deja una serie de definiciones que pretendo retomar aquí. El destinatario positivo comparte creencias y valores con quien enuncia este discurso político y Verón lo llama prodestinatario. El destinatario negativo, en tanto adversario político, invierte los valores y creencias del enunciador; y Verón lo llama contradestinatario.
Existe, con todo, una tercera figura destinataria en esta arena discursiva, figura que emerge claramente en las instancias electorales: el colectivo de los indecisos. Los ciudadanos (y ciudadanas, claro) que aún no tienen definido el voto, los que están en suspenso decisorio -por así decirlo- son llamados por Verón paradestinatarios.
El debate entre los cuatro candidatos a diputados por la Ciudad Autónoma de Buenos Aires en el programa A dos voces del miércoles 13 (¡suerte que no era martes!) puede ser examinado, entre muchas otras, desde esta óptica. Intentaré hacerlo brevemente.
Todos llegaron a sus atriles muy compuestos. Leandro Santoro, con saco y camisa desabrochada en el cuello (el otrora atavío predilecto del PRO). Javier Milei, de traje y corbata y su ineludible raro peinado nuevo. Y María Eugenia Vidal y Myriam Bregman con sendos blazers, coloridos según sus luchas por la LIVE: Vidal, de celeste; Bregman, de verde. Sutileza o exceso de semiosis, no me decido.
El debate se desarrolló, más o menos, como era esperable en cuanto a las expresiones. Milei trató de acaparar la atención con sus habituales arremetidas. Vidal mantuvo la calma desde sus mohínes acostumbrados. Santoro leyó el alegato inicial, nervioso por la inexperiencia en el formato. Y Bregman no pudo contener algunas respuestas airadas.
He aquí, en estos últimos dos párrafos, la descripción -mínima, somera- que me permitirá sostener el argumento. Frente a lo esperable de los gestos, la destinación en tiempo electoral, más que inesperable, resultó -quizá- fallida.
Vidal se enfrentó a Santoro. Santoro se enfrentó a Vidal. Bregman se enfrentó a Milei. Milei se enfrentó a Bregman. Atrapados en la lógica del aliado versus adversario, ninguno de los cuatro se cuestionó la existencia de los indecisos. Ninguno apeló verdaderamente a la persuasión de quienes pudieran cambiar el voto.
Nadie ha de imaginar que quien votó a Santoro en las PASO pueda votarla a Vidal en noviembre. Nadie puede imaginar que quien votó a Bregman en septiembre pueda votarlo a Milei en las generales.
Las dos candidatas y los dos candidatos se limitaron a afianzar sus propios colectivos por medio de reforzar sus creencias y valores y de mostrar que el adversario o la adversaria los invierte. En ese algo más de hora y media de intercambio democrático, solo hubo convencidos. Y discurso para esos convencidos.
Eso me hace pensar. ¿Temerán perder votos propios? La Argentina es una caja de sorpresas. Todo puede suceder.
*Directora de la Maestría en Periodismo de la Universidad de San Andrés.